WAKÓN. PERCY ZAPATA MENDO.
WAKÓN
Poco a poco empezó a abrir los párpados, una luz
abrazadora le obligó a cerrarlos. La cabeza parecía partírsele en varios
pedazos en tanto que sentía todo el cuerpo adolorido. Se incorporó lentamente apoyándose
en una mano mientras con la otra hizo visera para proteger sus ojos. Las
imágenes borroneadas al principio, fueron aclarándose paulatinamente. El
espectáculo que vino le sobrecogió, no es que el paraje donde estaba fuera malo,
no, no, todo lo contario, estaba en medio de un hermoso valle cubiertos de
tiernos maíces que pletóricos mostraban sus frutos multidentados y barbudos. Lo
que le sobrecogió es que ya no estaba en medio de los magníficos y majestuosos
palacios del Hanan Cuzco, donde era servido por una cohorte de sirvientes que
mantenían su kero de oro y piedras preciosas constantemente lleno del rico
néctar del maíz…tampoco estaban las diosas menores que aunque eran corteses con
él, siempre notaba repulsión por los gestos que sus rostros no podían disimular.
Y es que él era Wakón, dios del submundo y de los gérmenes; el hermano menor de
Pachacamac, Dios de los cielos, lo cual siempre le pareció injusto; pero lo que
más le molestaba y causaba envidia, es que ese hermoso y atlético dios que era
su hermano, estaba de amores con Pachamama, la diosa de la tierra, de las
bestias y de las plantas.
¿Por qué Pachacamac había sido bendecido con tan hermoso
rostro, la juventud y la fortaleza? ¿Y qué le tocó a él, al Dios que obligado
debía gobernar sobre las ánimas de los runas1 y yanas2? Y
como para rubricar sus pensamientos, se acercó a un tranquilo riachuelo que discurría
cerca suyo para verse reflejado, y lo que vio le fue más desagradable al
compararlo con la imagen mental que tenía del viril rostro de su hermano, pues
su cara era la de un felino perpetuado en un rictus de rugido o de ataque, tenía
las comisuras de los labios contraídos hacia atrás, mostrando su doble hilera
de afilados dientes, dos de los cuales, a semejanza de pretéritos felinos, le
sobresalían de la boca por cerca de un palmo de longitud. La piel tenía un
color terroso, el pelo largo y enmarañado le caía desordenadamente por los
hombros y la espalda; las uñas, sumamente crecidas y curvadas como garras de
ave de presa; completaban su indumentaria, una rica vestimenta hecha con lana
de vicuña - ahora rotosa en varias partes, por donde se podía apreciar los
verdugones y heridas de una reciente batalla -, y más allá, semioculto por un
denso follaje de ichu, yacía su cayado y arma a la vez, rematado en una
descomunal y pesada estrella de oro.
Y los recuerdos volvieron a su memoria… no podía precisar
hace cuanto, pero evocó que había retado a su hermano Pachacamac a una singular
lid, por el dominio del Hanan Cuzco y la jefatura de los demás dioses menores,
pero sobre todo, por el amor de la bella Pachamama.
¡Fue una batalla terrible!, Pachacamac era fuerte, pero
Wakón tenía lo suyo, pues no en vano era su hermano y compartía la misma sangre
de su padre, el Gran Viracocha. Ambos se trenzaron en una pelea que remeció al
mundo hasta los cimientos, cada golpe resonaba como un trueno; cada rugido de
dolor, era similar al proferido por la voz de nueve o diez mil hombres; los dos
se sostenían firmemente clavando sus pies sobre los suelos, y con ello, hundían
la tierra provocando terremotos que habrían aún más ya la castigada corteza,
originando acantilados tan profundos que exponían los dominios del dios del
subsuelo junto a sus almas moradoras. Ninguno cedía. Los demás dioses se
mantenían alejados del campo de lucha, mirando desde las alturas, ya sea porque
eran de menor categoría, o porque se sabían impotentes ante los embates de esos
dos titanes de proporciones inimaginables…no intervinieron, pues sabían que
hacerlo hubiera sido un suicidio aún para sus inmortales almas si eran tocados
en la refriega por la alabarda gigantesca y filosa del dios de los cielos, o
por la porra descomunal del dios de los infiernos.
En un momento de la pelea, el habilidoso Pachacamac
aprovechó que enceguecido por la ira, Wakón cargó sobre él, así que le dejó
venir y aprovechó el impulso del dios de faz felina para hacerle una zancadilla
y desbarrancarlo hacia la tierra. Fueron minutos, horas, o tal vez días, los
que duró esa larga caída desde las alturas del palacio celestial. El hecho, es que
al despeñarse, el dios arruinado perdió por completo el conocimiento por lo
brutal de la caída.
Después de haber evocado este humillante episodio, Wakón
empezó por lamer sus heridas y restañar los sangrados persistentes de otras laceraciones
con el jugo de ciertos arboles medicinales que él conocía. Y mientras lo hacía,
tramaba su venganza…su furia ennegrecía aún más de por sí su ya negro corazón.
Estando repuesto, oteaba desde la más alta de las cumbres
peruanas hacia lo alto del Hanan Cuzco, y con su poderosa vista espiaba a los moradores
de dicho reino. Y no había nada más que lo enloquecía de odio y celos, que el ver
a la joven pareja que conformaban su hermano y su amada…y su furia no tuvo límites
cuando un día vislumbró a través de los cientos de kilómetros, el abultado
vientre de Pachamama, signos inequívocos de su gestación.
Sentado en su cueva rumiaba sus desventuras y encono, de
pronto vio oscurecerse a los cielos…presuroso salió fuera y miró hacia donde
estaba el palacio celestial. Y lo que vio le regocijó sobremanera: Pachacamac
había muerto y dejaba en la orfandad a su esposa y a los niños, los Willkas,
hombre y mujer respectivamente. ¡Ah, al fin la suerte le era propicia! Ahora su
amada estaba viuda y tenía dos niños huérfanos, con los cuales debía de huir antes
que algunos de los dioses menores se les
ocurriera matarles para tomar el poder.
Wakón puso una hoguera a la entrada de su cueva, la única
luz en medio de esa lóbrega oscuridad en la que se había sumido el universo, y
con la cual, estaba seguro atraería a la viuda y sus niños. No tuvo que esperar
mucho, sintió algunos pasos inseguros e inestables, y después de algún momento,
vio ingresar a la que era motivos de sus deseos y bajas pasiones. El dios de
los infiernos les dio la bienvenida, se mostró sumamente gentil y excelente
anfitrión, les alimentó y les dio un espacio a descansar. Les dijo que se
mostraba sumamente dolido por la muerte de su hermano, pero que él como tío y
segundo dios en importancia, cuidaría de los Willkas hasta que fueran mayores y
pudieran reclamar el trono de su difunto padre.
Al día siguiente, le pidió a Pachamama que enviara a sus
hijos a por leña. La diosa, sin maliciar nada, les encargó la tarea a sus
pequeños hijos, y una vez que salieron los pequeñuelos, Wakón se acercó y le
volvió a recordar a la diosa sobre sus intenciones y amores. La viuda,
dignamente le dijo que no amaría a otro más que a Pachacamac - quien después de
su muerte se había convertido en unas islas frente a las costas del centro del
Perú, y desde allí miraba desolado las peripecias de su mujer y podía augurar
el final que le deparaba a manos de su hermano -. Al ser rechazado, Wakón,
enceguecido por la ira y el despecho, tomó su porra y la descargó sobre la
cabeza de la amada pero inalcanzable mujer, matándola en el acto. No contento
con el execrable crimen, comenzó a desmembrar el cuerpo, parte de él lo devoró,
y parte lo desperdigó por la tierra, convirtiéndose esas partes de la diosa en
una Huaca, desde donde su afligido corazón rogaba a su esposo y a Viracocha que
protegieran a sus hijos que estaban ahora a merced del felón Wakón.
Los Willkas habían sido advertidos por los animales del
campo, quienes siendo súbditos de Pachamama, resolvieron protegerles y
esconderlos de la venganza del dios de los avernos. Wakón no quería perder el
tiempo para tomar el poder, muerto Pachacámac, ausente su regio padre que se había
autoexiliado por senectud, salió en busca de los niños para terminar de una
buena vez con la estirpe de su hermano y llegar al ansiado trono de los dioses
del Hanan Cuzco. Por el camino, les preguntó al puma, al cóndor y a la
serpiente (Amaru) si habían visto a los
Willkas, pero los animales, servidores de Pachamama, lo mandaron por un desvío
hacia las agrestes cordilleras andinas. La vieja Añas (zorra) preparó una
trampa para Wakón sobre una montaña elevada, diciéndole que allí los encontraría,
pero el monstruo cayó en esa celada, pues el lugar indicado por la Añas era
pedregoso e inestable, el antropófago dios al dar un salto para sortear un obstáculo, se precipitó y cayó a las
profundidades.
Luego de los aprendizajes necesarios, un día una soga (Huáscar)
cayó desde el cielo y Añas, quien se había transformado en la tutora de los
niños, les dijo que subieran por ella hacia el cielo, pues su padre Pachacámac
así lo había dispuesto. El dios transformó al Willka varón en el sol y a la Willka
hembra en la luna.
Pachacámac también premió al puma, como señor de las
quebradas; al cóndor, como dueño de los aires; y a la Amaru, le dio como arma la
ponzoña en sus colmillos para defenderse de sus enemigos; en tanto que para la
zorra, le reforzó el don de la astucia. Y así los Willkas transformados
vencieron para siempre a la oscuridad.
1.- Runas: gente del pueblo.
2.- Yanas: esclavos.
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