LOS SOLDADOS INCAS Y LA LEYENDA DE LOS PURURAUCAS. PERCY ZAPATA MENDO.
Los soldados Incas
y la leyenda de los Pururaucas
Decía
Tomás Carlyle, el mayor exaltador de los héroes en la Historia: "Existe un
deber sempiterno que impera en nuestros días, como en los días de ayer, como en
todos los tiempos: el deber de ser valientes".
El
hombre necesita libertarse del temor, que es instinto natural que lo ata y
esclaviza, y marchar adelante en todas las ocasiones, por difíciles que sean,
portarse como se portan los hombres, confiando en su destino, desafiando los
obstáculos y adversidades, con el solo apremio de vencerse a sí mismo, subyugar
el temor y hacerle morder el polvo de sus pies, como aconseja Carlyle.
Para
avivar el culto del valor marcial de un pueblo, ningún estímulo mejor que el de
los ejercicios viriles, el desarrollo de las fuerzas físicas, el adiestramiento
en la lucha, la agilidad de los músculos y la práctica fecunda de la
solidaridad social que favorecen los entrenamientos colectivos y hacen más
sincera y más cierta la idea de un origen y de un destino común, que es la
Patria. Ese sentimiento solidario adquirido en la fatiga del esfuerzo
compartido, se aviva, sobre todo, con el estímulo espiritual que nos viene del
fondo de nosotros mismos, tocado de esa forma de grandeza que tiene todo
aquello que atraviesa los siglos por medio de la tradición.
El
pueblo incaico, al que algunos cronistas e historiadores se empeñan en pintar
como un pueblo apacible, tímido y fatalista, tuvo en sus días de auge el culto
del valor y la vocación por la milicia. La educación de la juventud, la vida
del plebeyo y del noble, –el trabajo, la fiesta y la oración– tendían a exaltar
entre los Incas, los sentimientos de virilidad y de poderío, la conciencia del
triunfo contra las fuerzas hostiles de la tierra y contra las tribus díscolas
desconocedoras del signo de grandeza del Imperio. La más grande emoción del
pueblo incaico y la visión más genuina del Cuzco Imperial, no es la de los días
de siembra y de cosecha, con sus ingenuas rondas y cantos de alegría rural, ni
tampoco el solemne espectáculo sacerdotal del Inti Raymi, no obstante la
vocación agrícola de los primitivos pobladores; sino el estruendo guerrero de
los días de preparación militar y la estrepitosa algazara de la entrada de los
Incas victoriosos al Cuzco.
La
educación de la juventud que había de marchar a la guerra, se inspiraba en
principios de disciplina, de abstención rigurosa, de estoica resistencia y en
ejercicios de agilidad, fuerza y destreza. A los dieciséis años los jóvenes
nobles eran sometidos a prueba –en el ayuno en Colcampata, comiendo sin sal ni
uchu o ají, absteniéndose de bebidas espirituosas–, corriendo desde el cerro de
Huanacaure hasta la fortaleza de Sacsahuamán, casi legua y media, luchando en
equipos contrarios, atacando o defendiendo la fortaleza, haciendo varias noches
la vela de los centinelas y rivalizando en el manejo de la lanza y el arco, en
puntería y en distancia. Todo el pueblo presenciaba y alentaba estos esfuerzos
viriles. Los padres y parientes iban al borde del camino, en el que corrían sus
hijos, para animarlos, "poniéndoles delante, dice Garcilaso, la honra y la
infamia, diciéndoles que eligiesen un menor mal reventar antes que desmayarse
en la carrera". Los simulacros de lucha eran a veces tan reñidos que
algunos mozos eran heridos o morían en ellos por la codicia de la victoria. El
mayor quilate de un guerrero indio era la impasibilidad ante el peligro. Los
maestros jugaban con los discípulos, pasándoles las puntas agudas de las lanzas
delante de los ojos, o amenazándolos herir en las piernas, sin que los jóvenes
debieran siquiera pestañear o retraer algún músculo. Si lo hacían eran
rechazados, diciendo que quien temía a los ademanes de las armas, –que sabía
que no le habían de herir–, mucho más temería las armas de los enemigos y que los
guerreros incaicos debían permanecer sin moverse "como rocas combatidas
del mar y del viento". ¡Profunda y bien aprendida lección de estoicismo
que admiró el conquistador español, cuando el caballo de Soto, llegó hasta el
solio de Atahualpa, en desbocada carrera, salpicando con su espuma las
insignias imperiales, sin que un sólo músculo del rostro del Inca se contrajera
ante la insólita y desconocida amenaza!
La
fiesta que podríamos llamar pre militar del Incario era el Huarachicu, en la
que los guerreros nóveles, recibían, después de pruebas deportivas de carrera,
de lucha, de arco y de honda, las insignias y signos militares, los pantalones
o huaras y las ojotas y se horadaban las orejas para usar los grandes aretes
distintivos de su rango. Ese día el pueblo bailaba repetida e incansablemente
el taqui llamado huari, instituido por Manco Cápac, que duraba una hora y los
jóvenes cadetes se presentaban ante el Inca que los exhortaba a "que
fuesen valientes guerreros y que jamás volviesen pie atrás".
Otra
visión del Cuzco de la época heroica es la de los días de salida de los
ejércitos del Inca para expediciones lejanas o del retorno de éstos victoriosos
y las ceremonias del triunfo guerrero. En los días de apresto bélico, el
ejército llevando delante de sí el Suntur Paucar y la capacunancha con sus
plumerías irisadas, iba rodeando el anda del Inca al son de las caxas,
pincujillos, wallayquipus o caracoles, antaras y pututos, en un bullicio
ensordecedor que hacía caer aturdidas a las aves del cielo. Los soldados
aclamaban al Inca y entonaban sus Hayllis de guerra. Antes de emprender la
jornada los sacerdotes hacían los sacrificios y alzaban su plegaria al Hacedor:
"¡Oh sol, padre mío que dixiste haya cuzco y tambos, y sean estos tus
hijos, los vencedores y los despojadores de toda la tierra; que ellos sean
siempre mozos y jóvenes y alcanzen siempre victoria de sus enemigos!". El
día del triunfo del Inca vencedor de los Chancas o de los Collas, llegaba
anunciado por el ruido de su ejército y pasaba por la calle que llevaba al
Coricancha, pisando los despojos y las armas de sus enemigos. Hombres y mujeres
delirantes entonaban a su paso el haylli y loa de la batalla.
El
triunfo de los Incas en todas sus campañas se debió, sin duda, a la
superioridad de su organización política y social y al mayor adelanto de su
técnica militar. Fue el champi o maza, con la punta de bronce, aleación que
sólo los Incas conocieron en América, el más poderoso resorte o la verdadera
arma secreta de las victorias incaicas. Pero lo fue también, principalmente, su
moral heroica, su capacidad para la lucha y el sufrimiento y su confianza en sí
mismos que es el mejor acicate del heroísmo.
La
conciencia nacional del Incario se forjó repentinamente en el reino de
Viracocha con el avance de los Chancas sobre el Cuzco y la huida del Inca hacia
Urcos. La angustia del peligro ha sido siempre la gran forjadora del alma
colectiva. Ante la feroz agresión de los Chancas a la ciudad imperial, surge la
joven figura vencedora del príncipe Yupanqui, que convoca a los ayllus
dispersos, recoge las armas abandonadas y se alista en contra del invasor. Los
habitantes del Cuzco consternados ven salir al imberbe arrogante y temen que
sea contraria su suerte ante la ferocidad, experiencia bélica y número de los Chancas.
Sin embargo, el Inca joven regresa pocos días después vencedor, trayendo las
cabezas de sus enemigos para ofrecerlas para una lección viril, a su padre
anciano y a su hermano tránsfuga.
La
causa de este milagro bélico está relatada en una leyenda que no figura por
desgracia en los textos de historia nacional, no obstante ser una de las más
bellas y sugestivas lecciones del espíritu heroico de los Incas. El joven
Yupanqui relató, al regresar al Cuzco, que su victoria la debía no sólo al
valor de sus soldados y a su resistencia desesperada sino a una ayuda divina
que le había enviado su padre y Dios, Viracocha. El Dios, después de recibir
los sacrificios que se le hicieron antes de la batalla, anunció al príncipe que
le ayudaría y alentaría en la mitad de la lucha. Y contaba el príncipe
valiente, que en el fragor de la batalla, cuando entre la gritería y sonido de
trompetas, atabales, bocinas y caracoles, veían disminuir el número de los
suyos a su alrededor, sentía que llegaban nuevos contingentes silenciosos que
se incorporaban a pelear a su lado y extenuaban el empuje de los contrarios. Un
rumor corrió entonces en el ejército incaico, seguro de su destino y del apoyo
de sus dioses. Los soldados del Cuzco dieron voces anunciando a sus enemigos
que las piedras y las plantas de aquellos campos se convertían en hombres y
venían a pelear en defensa del Cuzco, porque el Sol y Viracocha se lo ordenaban
así. "Los Chancas –dice Garcilaso– como gente creadora de fábulas,
agoreros como todos los indios, desmayaron entonces en su ímpetu y cedieron en
la lucha". Ellos mismos bautizaron a sus invisibles vencedores con el
nombre de los Pururaucas, que quiere decir "inconquistados enemigos".
Los pururaucas, dice la leyenda, después de vencer a los Chancas, fieles a su destino
mítico se convirtieron en piedras. Cuenta otro cronista que desde entonces el
mito de los Pururaucas fue uno de los más poderosos incentivos de las victorias
incaicas. Los soldados del Cuzco entraban a la batalla animados por esa fuerza
divina, incapaces de miedo, y los enemigos de los incas no osaban resistirles,
tiraban las armas y se disgregaban, a veces sin llegar a las manos, al sólo
grito que anunciaba la llegada de los hombres de piedra. Inca Yupanqui completó
entonces su hazaña mítica. Afirmó que había visto en sueños a los Pururaucas y
que estos se habían quejado de que, después de haberle prestado tanto favor,
los incas los hubiesen dejado abandonados en el campo, convertidos en piedra,
sin hacerles homenajes y ofrendas como a los otros dioses. El Inca Viracocha y
sus capitanes fueron al lugar de la batalla y recogieron las piedras que el
propio Inca indicaba ser de los Pururaucas y las llevaron en triunfo al Cuzco,
donde fueron veneradas entre sus huacas más ilustres.
El
mito de los Pururaucas es tan sólo una bella alegoría incaica para honrar el
valor de las propias fuerzas y enaltecer la grandeza del Espíritu cuando los
hombres sienten el acicate de la dignidad y del patriotismo, cuando son capaces
del sacrificio y del riesgo, cuando se han educado en el roce del sufrimiento y
del esfuerzo, cuando se han sobrepuesto al temor, entonces sus fuerzas se
duplican y surgen junto a ellos los invisibles compañeros de granito, que
desconocen el miedo y sólo saben el camino de la victoria. Los Pururaucas son
los héroes silenciosos y leales que acompañan sólo a los que se atreven. Los
Pururaucas son los traidores escondidos que acechan a los incrédulos y a los
pusilánimes. Los Pururaucas no faltan nunca a la cita con los valientes. Son
los enviados del optimismo, los mensajeros de la fe y de la confianza en
nosotros mismos, los soldados de piedra de la convicción heroica. Son, sobre
todo, la encarnación misteriosa de las fuerzas telúricas de la amistad secular
entre la tierra y el hombre nativos, que se unen fielmente para rechazar al
bárbaro extraño, transformando hasta las duras peñas y los árboles delicados,
en corazones pujantes para el combate. Los Pururaucas son la primera expresión
de un profundo y generoso amor: el sentimiento defensivo de la Patria.
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