AYAYMAMA. PERCY ZAPATA MENDO.
AYAYMAMA
17 de Setiembre del
2012
El cacique Koranke era el prototipo al que aspiraba ser todo hombre y guerrero
de la selva: fuerte y resistente como el otorongo, sagaz como la astuta amaru,
ágil y escurridizo como un delfín rosado, poseedor de una musculatura recia en
un cuerpo moreno muy bien proporcionado, puesto a prueba con resultados más que
satisfactorios en las innumerables veces en que lo sometió a extenuantes cacerías
en los agrestes montes del oriente peruano; llevaba cruzado sobre su pecho un resistente
pero elástico arco de manufactura propia, un morral bien surtido con buidas
puntas de flechas, en el costado derecho de su cadera llevaba suspendida sobre
un cinturón de lianas entretejidas a una filosa cuchilla de pedernal, y en un
saquito hecho de piel de mono y que estaba suspendido de su cuello, llevaba
cuidadosamente dispuestos a los dardos emponzoñados con los que cebaba a las
ocasionales cerbatanas con los que cazaba a los pájaros y monos para surtir y
complementar la mesa que preparaba su diligente esposa Nara.
Nara era la mujer más bella que haya nacido en la región montañosa del
majestuoso Paititi, de piel trigueña, ojos grandes y almendrados, rostro
ovalado y suave, una pequeña nariz respingada sobre unos labios carnosos y
siempre sonrientes, como orgullosos de mostrar unos alabastrados dientes
impolutos e íntegros. Remataban la belleza de su rostro unos cabellos azabaches
que le llegaba a los hombros. Una figura delgada pero no carente de vigor y de
rotundez femenina coronaban el cuadro general de esta hermosa ondina de la
selva. Cuando no estaba limpiando su choza, estaba sembrando o cosechando el
huerto que tenía en la parte posterior de su hogar, o bien cautelando de la
prenda más preciosa que le dieron los dioses y que era el fruto del amor por su
esposo, el gran cacique Koranke: un robusto niño que se entretenía con un
monigote de lianas hecho por su madre.
Un día en que el legendario guerrero se había adentrado en lo espeso de la
selva en busca de cacería mayor, la bella Nara recibió la visita de un viajante
que lucía extenuado, quien le pidió hospitalidad y un lugar de descanso. Nara,
quien se debía de destacar más que todas las mujeres de su pueblo en cuanto a
gentileza, por ser esposa del gran Koranke, le atendió prolijamente: le proveyó
en una gran hoja de plátano con los diversos frutos que producía su chacra,
además de una generosa ración de masato recién fermentado.
El recién llegado ingresó a la casa con paso inseguro y cojeando levemente,
se sentó en un rincón que le señaló la anfitriona y no despegó la mirada de las
vituallas hasta haberlas concluido con gran apetito. Al término, pudo recién levantar
la mirada: tenía el rostro cetrino, los pómulos pronunciados que acentuaban aún
más sus ojeras, los ojos saltones y con el iris sumamente negro, el pelo corto
pero erizado como las crines de un puerco espín coronaban una testa achatada.
Se puso de pié y se dirigió a la anfitriona, para luego hincarse ante ella:
-
¡Hermosa
Nara!, esposa del cacique Koranke, te he estado mirando desde que eras sólo una
suave brisa en los albores de la creación, y cuando encarnaste en el cuerpo de
una mujer, supe de antemano que serías la mujer apropiada para mí. ¡Cásate
conmigo bella Nara, y te haré la mujer más feliz de la tierra!
La bella y discreta Nara, en silencio pero con el rostro adusto, le señaló
la puerta con su mano, invitándole a irse. El Chullachaqui, avergonzado se
retiró, no sin antes advertirle:
-
En una
luna regresaré bella Nara, espero una respuesta tuya, y espero esta vez que me
aceptes, por el bien de tu hijo que está en la hamaca, y por el bien de tu
marido.
Y el extraño visitante se alejó perdiéndose entre los arbustos del bosque.
Cuando Nara salió para asegurarse que se había ya retirado, pudo ver que en el
suelo el Chullachaqui había dejado sus peculiares pisadas: una correspondiente
a un pié humano, el otro dejando la impresión de una pezuña de cabra o ciervo.
Cuando el cacique Koranke estuvo de regreso tres días después, Nara le puso
al tanto del extranjero y de su amenaza para con sus seres queridos. El cacique
no dijo nada, pero resolvió no abandonar su choza hasta la llegada del intruso.
Esos días se dedicó a poner nuevas cuerdas de tendones a sus arcos, en afilar
sus flechas y a empaparlas con el veneno
del sapo más ponzoñoso que se haya dado en la naturaleza. Construyó una especie
de altillo sobre un cercano árbol de cedro cercano a su casa, desde donde
pudiera ver asomarse desde unas buenas decenas de metros a cualquiera que se
adentrase en sus territorios, y con el temor por sus seres queridos, llegó allí
a pernoctar todo el día, incluso por las noches, ignorando las lluvias
torrenciales, las picaduras de las sabandijas diurnas y nocturnas que se dieron
un gran banquete con la sangre del bravo guerrero mientras estuvo en ese otero.
Llegado el día, el cacique se encontraba tomando su desayuno a base de un
zumos de naranja; Nara, su esposa, estaba en las labores de cocina, mientras
que su niño, dormitaba en una habitación especial que le habían construido, con
sólo una puerta, y que cualquier extraño que quisiera apoderarse del bebé, debía
de sortear la férrea defensa de ese titán hecho hombre o de la madre que se transformaría
en una fiera si alguien se atreviera a hacer daño o secuestrar al hermoso
producto de sus entrañas. De súbito, un ruido ensordecedor de pájaros, jaguares
y demás bestias de la selva se escuchó cada vez más cerca del lugar donde
estaban los esposos. Koranke y Nara se precipitaron fuera de la choza y
pudieron ver a una balsa que se aproximaba por el rio transportando al
Chullachaqui, quien se encontraba parado en la parte delantera de la nave, ricamente
ataviado con una lujosa ropa, el cuello cubierto de collares multicolores con
un pectoral de la concha spondylus. En uno de sus brazos estaba posado un
guacamayo de hermosos colores, en tanto que en el otro sostenía con la mano una
gruesa vara de oro puro, a sus pies, una enorme yacumama se encontraba hecho un
ovillo y de vez en cuando, sacaba su bífida lengua olfateando el aire y
poniendo enhiesta la cabeza y parte del cuerpo.
Chullachaqui arribo a la orilla y de un brinco puso pie y pata en tierra.
Se acercó sonriente e ignorando al cacique Koranke, le habló directamente a
Nara:
-
¡Hermosa
Nara, he venido tal y como te lo prometí para que seas mi esposa! No dudo en
que me aceptarás, y al hacerlo, vas a vivir eternamente joven…serás mi consorte y tuyas
serán todas las riquezas de la selva; todas las bestias del aire, las que
transitan por la tierra y las que se arrastran te obedecerán sin chistar las
órdenes que les impartas, y aun las aguas del gran Paititi, se calmarán y se
tornarán límpidas como un cielo despejado cuando desees beber de ella, o tan
sólo desees ver tu bello rostro.
-
Ya sé
que eres el Chullachaqui, señor de la Selva y de las bestias – repuso Nara -,
tu oferta es tentadora, pero soy la mujer del cacique Koranke, a él es a quien
amo, suyo es mi corazón…
-
Nara,
tierna e inocente Nara…no te conviene oponerte a los deseos de un Dios…mira que
estoy poniendo a tus pies riquezas que jamás has soñado…riquezas que un pobre
hombre como Koranke ni viviendo mil generaciones, podrá dártelas.
-
No
Chullachaqui, mi lugar es con mi esposo y mi hijo…
-
¡Ya la has
oído maligno Chullachaqui!, - intervino Koranke mientras tensaba su arco con
una buida flecha apuntándole en el cuello -, ¡Nara es mi esposa y la madre de
mi hijo…Dios o no, jamás me la arrebatarás de mi lado, pues estoy unido a ella
desde siempre y por siempre…así que, déjanos en paz y vete!
-
¿Tu? ¿Un
hombre desafiando a un Dios? ¡Pobrecito!, ¡Y amenazándome con una flecha que no me producirá más herida
que el lancetazo de un mosquito si es que lo permitiera!… ¡Vete de aquí antes
que cambies mi humor y tome por derecho lo que me pertenece! ¡Nara será mi
mujer, te guste o no simple mortal impertinente!
Y el pata de cabra o ciervo, se lanzó
con los brazos enhiestos con los deseos de ahorcar al cacique, mientras que éste
lanzó el agudo dardo directo a la garganta del Dios… el Chullachaqui se paró en
seco, con los ojos desorbitados mientras se cogía con ambas manos la garganta atravesada
por la flecha…un grito comparable al proferido por nueve o diez mil hombres los
ensordeció, mientras que giraba cual remolino sobre sí, provocando una ventisca
que azotó y amenazó con derribar las paredes de la humilde choza, y antes de
disiparse del todo, profirió una terrible maldición:
-
¡Pagarán
con su hijo este ultraje que han cometido! ¡Y lo pagarán en los que más aman…su
hijo será convertido en un pájaro y jamás será visto nuevamente por sus ojos,
no adoptará la forma humana a menos que ustedes puedan verle a él primero! – y
dicho esto, se esfumó del todo en el aire-.
Dicho esto, los esposos se precipitaron
como una tromba dentro de la casa y no encontraron al niño…le buscaron por los
alrededores, sin éxito. Sólo le escuchaban sus lamentos por las copas de los
árboles: ¡Ayaymama! ¡Ayaymama! Pasaron los días, meses y años, Koranke y Nara buscaban
afanosamente con la mirada por las copas de los árboles donde escuchaban el
sollozo de su hijo. Los padres no pudieron soportar el cruel castigo del
Chullachaqui para con su hijo, tanto, que al poco tiempo murieron de pena.
Queridos lectores, cuando estén por la
Selva, si escuchan este triste trinar, no duden en agudizar vista y oídos para
ubicar a esa avecilla, y de esta manera terminar con el embrujo del cruel
Chullachaqui y poder reunir al fin, a
este niño con sus padres, Nara y Koranke.
(Historia narrada por mi abuelita
materna, Rosalina Chávez Caro, nacida en 1877 y referida a mí, en 1975…sí,
cuando ella tenía noventa y ocho años de edad, y yo, cinco).
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