DISERTACIÓN SOBRE LA MUERTE. PERCY ZAPATA MENDO.
DISERTACIÓN SOBRE LA MUERTE
12 de
Agosto del 2012
Dos días atrás estuve conversando con una muy querida amiga mía que
profesa la religión de los mormones, y entre otros asuntos dialécticos, me hizo
una pregunta puntual respecto a mis creencias sobre la muerte no como médico,
sino como persona creyente. Le respondí que el hecho de ser médico, no me
eximía de creer que la muerte es sólo una transición en la búsqueda de la
perfección, que profesaba una religión y que gracias a ella había comprendido
que soy un instrumento de un ser superior, llamado Dios, y me explayé en otros
asuntos espirituales y filosóficos, no obstante, esta explicación que le di, sólo
sirvió para un debate acalorado mayor, tras lo cual quedé en subir un artículo sobre
el tema. Espero que lo plasmado a continuación no genere otro círculo infinito
de sucesivas discusiones redundantes en la que ambos defendamos ardorosamente
nuestras creencias…pero debo confesar no sin cierta culpabilidad, que me
encantan estos debates ideológicos, así que sin más preámbulo, paso a exponer
lo pactado.
Vivimos normalmente un determinado número de años, habiendo
sufrido, como todo mundo, algunas enfermedades pasajeras. Pero un buen día,
descubrimos con pena que tenemos cáncer y ese cuerpo tan fiel, tan duradero,
tan útil, se nos empieza a desmoronar irremediablemente. Y después de muchos o
pocos cuidados, en un plazo más o menos corto, morimos.
0 bien puede suceder que estando perfectamente sanos, caemos
fulminados por un paro cardíaco o perecemos víctimas de un accidente fatal. Al
final, de una manera u otra, TODOS MORIREMOS. Nadie absolutamente escapará de
la muerte. Es la realidad más irrefutable del mundo. Desde que somos concebidos
en el vientre de nuestra madre, somos por definición, mortales.
La muerte es el trance definitivo de la vida. Ante ella cobra todo
su realismo la debilidad e impotencia del hombre. Es un momento sin trampa.
Cuando alguien ha muerto, queda el despojo de un difunto: un cadáver.
Esta situación provoca en los familiares un clima muy complejo. El
cuerpo del muerto genera preguntas, cuestiones insoportables. Nos enfrenta ante
el sentido de la vida y de todo, causa un dolor agudo ante la separación y el
aniquilamiento. Todo el que haya contemplado la dramática inmovilidad de un
cadáver no necesita definiciones de diccionario para constatar que la muerte es
algo terrible. Ese ser querido, del que tantos recuerdos tenemos, que entrelazó
su vida con la nuestra, es ahora un objeto, una cosa que hay que quitar de en
medio, porque a la muerte sigue la descomposición. Hay que enterrarlo. Y
después del funeral, al retirarnos de la tumba, vamos pensando con
Bécquer: ¡Qué solos y tristes se
quedan los muertos!".
¿QUÉ ES LA MUERTE?
La definición dada por un diccionario es: “La cesación definitiva de la vida". Y define la vida como
"el resultado del juego de los órganos, que concurre al desarrollo y
conservación del sujeto".
Habrá que reconocer que estas u otras definiciones tanto de la
vida como de la muerte, no expresan toda la belleza de la primera y todo el
horror de la segunda.
La muerte es trágica. El hombre, que es un ser viviente, se topa
con la muerte, que es la contradicción de todo lo que un ser humano anhela:
proyectos, futuro, esperanzas, ilusiones, perspectivas y magníficas realidades.
No es de extrañar, pues, el horror a la muerte. Y no tan solo al misterioso
momento de la "cesación de la vida", sino tal vez más, al proceso
doloroso que nos lleve a la muerte.
Tenemos el maravilloso instinto de conservación que nos hace
defender y luchar por la vida. Sabemos que la vida es un don formidable y la
humanidad ama la vida, propaga la vida, defiende la vida, prolonga la vida y
odia la muerte. En muchos casos luchamos por la vida aunque ésta sea un
verdadero infierno.
Si hay personas que en el colmo de la desesperanza recurren al
suicidio, lo normal es que no queremos morir y estamos dispuestos a pasar por
todos los sufrimientos y a gastar toda nuestra fortuna para curar a un enfermo.
Le peleamos a la muerte un ser querido a costa de lo que sea, de vez en cuando
hasta en contra de la voluntad del interesado. ¡La vida es la vida!
Gracias a los progresos de la ciencia y la tecnología, podemos
ahora recurrir a métodos sensacionales en la lucha contra la muerte. Ejemplo formidable
de ello es el trasplante de órganos, incluido el corazón. Por desgracia, en
algunas ocasiones, esa lucha no es en realidad prolongación de la vida, sino de
una dolorosa agonía sin sentido. Nos sentimos obligados a sacar del cuerpo del
enfermo agonizante, hasta el último latido de un corazón que por sí solo se
detendría, totalmente agotado. Triste espectáculo el ver a nuestros ser querido
lleno de tubos por todos lados y rodeado de sofisticados aparatos en una sala
de terapia intensiva. No nos resignamos a dejarlo morir.
¿UNA MUERTE DIGNA?
Se plantea ahora la cuestión del derecho a una "muerte
digna". Debemos entender por esto el derecho que tiene la persona a
decidir por sí misma el tratamiento a su enfermedad. Cuando el cuerpo ya ha
cumplido su ciclo normal de vida, no hay obligación de recurrir "a métodos
extraordinarios" para prolongar la vida. El enfermo tiene derecho de pedir
que lo dejen morir en paz.
Puede llegar el momento en que no sea justo mantener
artificialmente viva a una persona, a costa de la misma persona. Los
sufrimientos de una agonía prolongada por una idea equivocada de lo que es la
vida o lo que es la muerte, no tienen sentido.
Pero una cosa es prescindir de aquellos métodos extraordinarios y
otra es la de provocar la muerte positivamente, crimen que es llamado
eutanasia. Tampoco podemos llamar "muerte digna" al suicidio. Ni
estamos obligados a posponer dolorosamente el momento de la muerte, ni podemos
provocarla.
¿VIDA DESPUÉS DE LA MUERTE?
Desde que el hombre es hombre, ha tenido la intuición de que la
vida, de alguna manera, no termina con la muerte. Los más antiguos testimonios
arqueológicos de la humanidad son precisamente las tumbas, en las cuales
podemos descubrir la idea que las diferentes culturas tenían del más allá.
Del mismo modo, el hombre siempre ha intentado de mil maneras,
entrar en contacto con los difuntos. Diversas clases de espiritismo,
apariciones, fantasmas, ánimas en pena, han sido un vano y supersticioso
intento de trasponer los dinteles de la muerte y saber algo del más allá.
¡Cuántas teorías ha inventado el hombre! ¡Cuántos experimentos ha
hecho! Proliferan libros, novelas y revistas desde las más inocentes hasta las
más terroríficas, pasando por la ciencia-ficción que aparentando solidez científica,
no hace sino descubrir su falsedad.
La realidad es que nuestros esfuerzos por investigar lo que sucede
después de la muerte son por demás frustrantes. Podemos decir que todo queda en
especulaciones, algunas totalmente equivocadas o fraudulentas, que no explican
nada ni consuelan a nadie. No sabemos prácticamente nada.
Sin embargo nuestro Creador, profundo conocedor de nuestra
naturaleza humana, no podía habernos dejado en completas tinieblas acerca de un
asunto tan inquietante e importante como es la muerte y lo que sucede en el más
allá.
En su inmenso amor por la humanidad, nos envió a Su Hijo
Unigénito, Jesucristo, ante él todas las tinieblas quedan disipadas. Su
infinita sabiduría nos ilumina hasta donde Él quiso que viéramos: "Yo soy la Luz del Mundo. Quien me
sigue no andará en tinieblas".
SÍ SOMOS INMORTALES.
Toda la Sagrada Escritura nos enseña, pero especialmente el Nuevo
Testamento, nos descubre el sentido de la vida y de la muerte y nos hace
atisbar lo que Dios tiene preparado para nosotros en la eternidad.
Lo primero que debería asombrarnos es que Jesús haya querido
compartir nuestra naturaleza humana hasta el grado de sufrir Él también la
muerte. Jesucristo no vino a suprimir la muerte sino a morir por nosotros.
"Se hizo obediente hasta la muerte y muerte de cruz" (Fil.2:8).
En su vida pública, el Señor Jesús se refirió de muchas maneras al
momento de la muerte y su tremenda importancia. En aquella ocasión en que los
Saduceos, que ni creían en la otra vida, le preguntaron maliciosamente de quién
sería una mujer que había tenido siete maridos cuando ésta muriera, Jesús les contestó: “En este mundo los hombres y las mujeres se
casan, Pero los que sean juzgados dignos de entrar al otro mundo y de resucitar
de entre los muertos, ya no se casarán. Sepan además que no pueden morir,
porque son semejantes a los ángeles. Y son hijos de Dios, pues Él los ha
resucitado" (Lc, 20:34-36).
Cuando murió su amigo Lázaro, ante la demostración de fe de Marta,
el Señor dijo: "Yo soy la
Resurrección. El que cree en Mí, aunque muera vivirá. El que vive por la fe en
Mí, no morirá para siempre" (Jn. l1:25). Hay que tener en cuenta
que cuando Jesucristo habla de la vida, en ocasiones se refiere explícitamente
a la vida del cuerpo, que promete será restituida con la resurrección de la
carne: "No se asombren de
esto: llega la hora en que todos los que están en los sepulcros oirán mi voz.
Los que hicieron el bien, resucitarán para la vida; pero los que obraron el
mal, resucitarán para la condenación" (Jn.5:29).
En otras ocasiones, en cambio, se está refiriendo a la Vida de la
Gracia o sea a la participación de su propia Vida Divina que nos comunica por
amor. Ejemplo de esto es el sublime discurso del "Pan de Vida que San Juan
nos transcribe en su capítulo sexto: "yo
soy el Pan vivo bajado del Cielo; el que coma de este Pan, vivirá para
siempre" (Jn.6:51). Y más adelante, en el versículo 54 nos hace
esta maravillosa promesa: "El
que come mi carne y bebe mi sangre, vive de la vida eterna y yo lo resucitaré
en el último día".
MUERTE Y RESURRECCIÓN.
Así, como creyente sé que la muerte no solamente no es el fin,
sino que por el contrario es el principio de la verdadera vida, la vida eterna.
Nuestro cuerpo tendrá que rendir su tributo a la madre tierra, de la cual
salimos, por causa del pecado, pero la Vida Divina de la que ya gozamos, es por
definición eterna como eterno es Dios.
Llevamos en nuestro cuerpo la sentencia de muerte debida al
pecado, pero nuestra alma ya está en la eternidad y al final, hasta este cuerpo
de pecado resucitará para la eternidad. San Pablo (Rom.8:11) lo expresa
magníficamente: "Mas ustedes no
son de la carne, sino del Espíritu, pues el Espíritu de Dios habita en ustedes.
El que no tuviera el Espíritu de Cristo, no sería de Cristo. En cambio, si
Cristo está en ustedes, aunque el cuerpo vaya a la muerte a consecuencia del
pecado, el espíritu vive por estar en Gracia de Dios. Y si el Espíritu de aquel
que resucitó a Cristo de entre los muertos está en ustedes, el que resucitó a
Jesús de entre los muertos dará también vida a sus cuerpos mortales; lo hará
por medio de su Espíritu, que ya habita en ustedes".
EL CIELO
Por desgracia somos tan carnales, tan terrenales, que nos
aferramos a esta vida. Después de todo, es lo único que conocemos, lo único que
hemos experimentado. A partir del uso de la razón, aprendemos a discernir entre
las cosas buenas de la vida y las malas, entre lo bello y lo feo, entre lo
placentero y lo desagradable. Y trabajamos arduamente para obtener de la vida
lo mejor para nosotros. Todos los afanes del hombre están motivados para acomodarnos
en la tierra lo mejor que podamos.
No podernos negar que la vida puede ofrecernos cosas preciosas.
Gozar de la belleza del mundo prodigioso, abrir los sentidos al cosmos entero,
la inteligencia a los secretos que la materia encierra, aprender a amar y ser
amados, crear obras de arte, terminar bien un trabajo, ver el fruto de nuestros
afanes, tener lo que llamamos "satisfactores" porque precisamente
satisfacen nuestros gustos, conocer otras culturas, leer un buen libro, etc... No
es fácil relativizar todo ello o restarle importancia. Nuestros parientes y
amigos, nuestras posesiones, nuestros proyectos, son todo lo que tenemos y por
lo que hemos trabajado toda la vida. Nos hemos gastado en ello, invirtiendo
todas nuestras fuerzas.
Y por ello, ni pensamos en la otra vida. Ni en el Cielo ni el
Infierno. Ni el Cielo nos atrae, ni el Infierno nos asusta. Vivimos inmersos en
el tiempo, como si fuéramos inmortales. Hablar de Cielo o de Infierno hasta
puede parecer ridículo. ¡Y sin embargo es, una cosa u otra, nuestro destino
ineludible! Podemos decir que todos los goces o todas las penas de esta vida
temporal, no tienen tanta importancia, no son para tanto. San Pablo, que fue
arrebatado en éxtasis para tener un atisbo de los que nos espera, no puede describir
con palabras humanas su experiencia: "Ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni vino a la mente del hombre lo
que Dios tiene preparado para los que le aman" (1 Cor.2:9). Y
en 11 Cor. 12:4, nos confía que arrebatado al paraíso, donde oyó palabras que
no se pueden decir; son cosas que el hombre no sabría expresar".
Ante lo efímero de los goces o sufrimientos de esta vida, el mismo
Apóstol nos recomienda en la carta a los Colosenses 3:1-4, "Busquen las cosas de arriba, donde se encuentra Cristo;
piensen en las cosas de arriba, no en las de la tierra"
.
"La Muerte es la compañera del amor, la que abre la puerta y
nos permite llegar a Aquel que amamos".
San
Agustín
"La Vida se nos ha dado para buscar a Dios, la muerte para
encontrarlo, la eternidad para poseerlo".
P.
Novet
Comentarios
Publicar un comentario