ALACRANES. PERCY ZAPATA MENDO.


ALACRANES
07 de Agosto del 2012



Gerardo, mi hermano, no había regresado aún a dormir y resolví acostarme sin esperarle más tiempo. En esa época vivíamos juntos. Seguramente el muy ebrio se había quedado dormido en algún banco de la cantina a la que acostumbraba a ir, en alguna callejuela o en algún parque que le cobijó en la molicie de su césped. Ya me tenía desesperado con sus vicios y pensaba arrojarle de la casa al día siguiente, pues se me hacía imposible la existencia con él, llevando él como llevaba, una vida tan desastrosa y escandalosa.    

Omití no sé si voluntaria o inconscientemente el comentarles que Gerardo y yo éramos gemelos. ¡Maldigo la hora en que fuimos engendrados!, desventurada ocurrencia de la fatalidad de traernos al mundo con pocas horas de intervalo, y, lo que es peor, ¡con rostros y cuerpos tan semejantes! Antes de seguir la relación de un extraño episodio de nuestra vida, voy a explicar brevemente uno de los muchos fenómenos psicológicos que se realizaban en mí, con lo cual creo prestar un positivo servicio a la ciencia.

          Un actor dedicado al estudio de un carácter que necesita interpretar, puede preocuparse tanto de su asimilación, que llegue a sentir realmente su alma en el yo del personaje que estudia. Entre mi hermano y yo, se realizaba esto frecuentemente, y sin propósito intencionado, debido sin duda no solo a la identidad de nuestras personas físicas, sino también a la confusión de nuestros espíritus en las tenebrosidades de nuestra vida fetal común. Desde pequeño éramos tan semejantes de rostro y de cuerpo que a nosotros mismos nos era absolutamente imposible distinguirnos. Cuando estábamos igualmente vestidos y en una situación incolora de espíritu, la semejanza de los cuerpos y de la entonación idéntica de la voz nos causaba el efecto de que ambos eran incorpóreos o que tal vez estábamos frente al reflejo del mejor y más bruñido espejo jamás creado. ¿Por qué? Porque ambos teníamos conciencia de la distinción de nuestra persona interna, pero no así de la de nuestros cuerpos. A la muerte de nuestro padre (nuestra madre murió al darnos a luz) heredamos una mediana fortuna consistente en dinero depositado en algunos bancos, acciones de varias empresas de comercio, una fábrica de zapatos formalizada, y tres inmuebles urbanos. Continuamos viviendo en la casa paterna  y sucedía que cuando Gerardo y yo teníamos  que salir a atender nuestros asuntos personales, me invadía de pronto la mortificante duda sobre mi personalidad: ignoraba cuál de los dos cuerpos, el que se iba o el que se quedaba, era el mío. -¿Qué rasgo distintivo y personal me puede garantizar el que yo sea Antonio y no Gerardo? -me preguntaba lleno de angustia, y sólo para mis adentros porque comprendía que se reirían de mí mismo si estos pensamientos los hacía públicos; y me asaltaba la duda y la angustia el contemplar una gran gigantografía que nos habían hecho juntos: -¿Soy yo el de la derecha o el de la izquierda? El mismo rostro tenemos ambos, la misma actitud, la misma expresión- y si yo no podía distinguirme en las imágenes ¿Cómo es que me molestaba que terceros nos confundieran llamándonos por el nombre que no nos correspondía? – Gerardo se emborracha y yo no – me decía procurando serenarme y marcando distancias; - luego no soy Gerardo si no Antonio - aplicaba mi lógica aprendida en secundaria, pero… ¿Y por qué ha de ser Gerardo y no Antonio el que bebe? y aunque así fuera ¿Quién asegura que el que ha salido a la calle es el uno y no el otro? – ¡Hombre...vamos, porque tengo conciencia de no beber!- perfectamente amigo; pero ¿De quién es esa conciencia? – Mía – sí, ya lo sé. ¿Pero tú quién eres? – Antonio – ¿Y por qué no Gerardo? – y así seguía dialogando conmigo mismo y regresando siempre a la misma duda y era tal la excitación nerviosa que experimentaba que al final me sentía mareado. Y  entonces… ¡Cosa extraña!... en vez de ser mayores mis confusiones y tormentos, me tranquilizaba, me convencía, me resignaba a ser Gerardo y rendido por la fatiga, quedábame dormido. Es ocioso referir mis pensamientos anárquicos.

          Un día, por común acuerdo, pues convenía a nuestros intereses, fuimos donde un notario público y en presencia de varios testigos nos hicimos tatuar, mi hermano y yo, una G y una A respectivamente, en el brazo derecho, cerca de la mano. Enseguida publicamos en los diarios de la localidad un anuncio para que los que por cualquier asunto quisiera verificar nuestra identidad nos exigieran les mostráramos la marca que llevábamos en nuestro brazo derecho. Pero esto en nada resolvía el problema psicológico, la duda íntima, porque ¿Quién podía asegurarme que el tatuaje no había sido hecho equivocadamente y que la A grabada en mi brazo no correspondía a Gerardo?... Lo más que podía deducirse es que para los negocios y el contacto con el mundo teníamos una personalidad convencional, de adopción.

          Reanudemos nuestro relato. Decía que Gerardo probablemente se había embriagado y dormía encima o debajo de algún banco de su chingana favorita. Y decía también, que ya me tenía desesperado su desastrosa vida. Constantemente tenía que interesarme por él y pagar gruesas multas y finanzas, que luego, a principios de trimestre, me rembolsaba de la buena parte de renta que le correspondía.

          En muchas cosas diferíamos de gustos y opiniones y continuamente estábamos disputando, terminando por lo general nuestras reyertas en mutuas burlas y hasta en insultos sumamente hirientes. Imposible discutir serenamente con Gerardo: era intratable. Cuando yo le llamaba: ¡borracho! Él me decía en el mismo tono imitado: ¡Cocainómano! Y los dos teníamos razón de esto, pues lo confieso, si mi hermano se embriagaba por la boca, yo lo hacía por la nariz o la piel. De todos modos, con mi vicio o manía, yo no provocaba escándalos y, aun cuando amaba entrañablemente a mi hermano, me era imposible seguir viviendo con él. Resolví que nos separáramos.

          Con estos pensamientos me quedé dormido esa noche, no sin haberme dado antes una inyección  de cocaína con una fina jeringuilla descartable. Comenzaba a quedarme dormido cuando sentí en mi pecho un ligero ruido. No hice caso al principio. En el suelo y junto al escritorio tenía yo varias docenas de libros que había adquirido recientemente. La persistencia del ruido comenzó a irritar mis nervios: parecía como si un pequeño grillo se entretuviera en saltar entre los libros, rascar las cubiertas y transportar las letras de una obra a otra.

          Me imaginaba yo, arrastrado por mi excitada fantasía, que era el protagonista del Mío Cid el Campeador y que había derrotado a los moros invasores en la amada península ibérica, o que era Odiseo intrépido escapando ileso tras hundirle una estaca ardiente en el ojo del gigante Polifemo. Canséme al fin de idear extravagancias: deseaba dormir, y los continuos saltos, roces, chirridos, rasgaduras y choques me despertaban en cuanto comenzaba a hundirme en las deliciosas regiones del sueño. Me puse mis sandalias, encendí la luz y fui a averiguar qué era lo que producía esos ruidos. Levanté un libro: era la “Metamorfosis” de Kafka, y salió debajo un enorme alacrán negro erizado de pelos y armado de una formidable púa en la extremidad de la cola. No sé por qué me pareció que el horrible bicho levantó hacia mí sus patas delanteras en actitud de implorar clemencia: tuve un segundo de compasión y pensé dejarle con vida. Pero pensé también que si tal hacía, esa fea alimaña continuaría royendo mis libros y haciendo el ruido infernal que no me dejaba dormir. Era un hermoso ejemplar negro, que tenía grabado en el caparazón del tórax algo así como una corona de color del carey. No hubo perdón, resolví matarle y le solté. Apenas el bicho se vio en libertad intentó huir, pero yo di un rápido salto y caí con precisión gimnástica encima de él, aplastándole ruidosamente. Quedó en la alfombra un conjunto informe de diminutas vísceras, pedazos de caparazón, tenazas, patas y pelos: todo flotando sobre líquidos turbios y sanguinolentos.

          Volví a acostarme tranquilamente en mi lecho. A poco sentí un ligero ruido como de algo que se arrastra. -¡Si habré dejado vivo el bicho!- pensé. Pero no, era imposible: no había quedado un solo fragmento de la bestiecilla en condiciones de moverse. Cesó el rumor y me quedé dormido, olvidándome de apagar la luz.

          De pronto desperté, miré en torno mío y quedé frío de terror: por todas partes estaba rodeado de alacranes que agitaban pausadamente las tenazas de sus extremidades anteriores haciendo un ruido de mandíbulas que masticaran un pedazo de cuero. Infinidad de ojillos fosforescentes y bizcos me miraban con fijeza codiciosa. Veía brillar los acorazados tórax a la luz tenue de mi lamparilla, de sus articulaciones y de los pelos salían unos sudores rubios, viscosos como la miel. Y las erguidas colas se inclinaban hacia delante ostentando sus púas agudas y ponzoñosas. Por todos lados subían a mi lecho. Unos trepaban por las cortinas y, a fin de no perderme de vista, se arqueaban horrorosamente; otros colgábanse con la púa de los cordones y borlas, columpiándose en ellas y pasaban a unos centímetros de mis espantados ojos sus tenazas erizadas de dientes. Espiaban mis movimientos y de sus ojillos bizcos fluía una fulguración oleosa y fosfórica como la de los ojos de los búhos. Y los sentía caminar, enredándoseles los pelos hirsutos de las patas en el brocado de la sobrecama. El suelo de mi habitación estaba cubierto de escorpiones: las más pequeñas tendrían la longitud de mi brazo. Los más vigilantes estaban a los bordes de mi cama, se cogían fuertemente con las patas delanteras y estiraban la cola a los que estaban en el suelo para que éstos subieran, y, al hacerlo, producían un ruido seco como de cáscaras de coco frotadas. Uno de los escorpiones quiso subir al dosel de mi lecho, desde la cabecera, le veía en la actitud replegada del salto: esperaba que uno de sus congéneres que se columpiaba en una de las borlas, pasara cerca de él.

          -¡Dios mío! pensé, - ¡Si yerra el salto va a caerme encima y de seguro me aplastará bajo su peso!

          Y esperé helado de espanto. El animal saltó y se cogió al caparazón de otro, pero le hinco en la carne de las junturas. El herido se resolvió irritado y, casi en el aire, lucharon varios segundos a dentelladas y colazos, cayéndome en el pecho una gota de hemolinfa fría y hedionda. ¡Qué horror! Yo tenía la piel cubierta de esos granitos que genera el espanto, debía tener los cabellos más derechos que alfileres. Mientras mayor número subían, eran más amenazadores y con mayor saña me dirigían sus venenosas púas y formidables tenazas; como el número crecía, los escorpiones se apiñaban contra mí, caminaban los unos sobre los otros, luchaban y rozaban sus cuerpos fríos, peludos y melosos con mis brazos y mejillas. Sentía el vaho félido de sus fauces deformes, de las que salía un gruñido. Lo más curioso era que yo entendía como si fueran palabras coherentes los gruñidos de esas alimañas, y repercutían en mi intelecto sus ideas feroces de venganza. Lo que entraba en mi oído como un sonido puramente animal se recomponía en mi intelecto y formaba frases y palabras perfectamente claras, expresiones concretas, imprecaciones y amenazas de un sentido distintamente humano. Comprendí que venían a vengar mi muerte sin compasión al igual que yo le había dado a su rey; comprendí que solo esperaban una orden para devorarme: unos me hundirían las púas en los ojos, otros cogerían mi lengua entre las tenazas y me la arrancarían; otros me penetrarían por mi ensangrentada boca a las entrañas y me sacarían el corazón y los intestinos. No podría huir porque había escorpiones en el techo, en el suelo, en todas partes, y en cuanto pretendiera escapar o tocar el timbre para llamar a la servidumbre, caerían de lo alto sobre mí. El corazón se lo comería la reina y con mis huesos harían un túmulo a mi víctima. Yo había sido un ingrato al llevar el luto a esa combativa raza; gracias a ellos, no tenía hormigas ni arañas en mis habitaciones... ¡Oh! No habría un solo escorpión que no mojara las patas en mi sangre impía; todo sería obra de un momento y solo esperaba que viniera la reina y diera la señal. Cada minuto que transcurría aumentaba la impaciencia de esos inicuos bicharracos; los crujidos de dientes eran cada vez más horrorosos, los que estaban sobre los almohadones me tiraban de los cabellos y golpeaban mi frente con sus colas; otros me cogían de las orejas y los dedos de los pies entre las tenazas y apretaban, apretaban... al menor movimiento que yo hacía dirigían sus armas contra mí y se preparaban para saltar. No me quedaba otro recurso que resignarme a morir de un modo tan cruel. De pronto oí un crujido más fuerte.

          -¡Dios mío! ¡Es la señal!- murmuré en una convulsión de terror.     -¡Adiós, Gerardo, hermano mío! ¡Oh Dios misericordioso, perdóname todo lo que he blasfemado contra ti y contra mi hermano! ¡Cuánto me arrepiento de haber ofendido contra una vida tan llena de pecados y depravaciones! ¡Dios magnánimo, Jesús sacramentado: recibe mi alma en tu seno piadoso! Padre nuestro, que estás en los cielos, santificado sea tu nombre, venga a nosotros...

          Quise cerrar los ojos, pero el horror había petrificado mis párpados. Sentí que los furiosos animales tiraban de la sobrecama. Sería para comerme fácilmente. Un alacrán negro, hiperbólicamente grande, se irguió encima de los demás; estaba cubierta de telarañas enredadas entre la cabeza chata y horrible, las velludas patas y la espiga de su ponzoñosa cola. Tenía grabada una corona en el coselete torácico. Un sacudimiento de horror contrajo todo mi cuerpo. Aquél bicho tenía las dimensiones de un adolescente promedio. Avanzó lentamente hacia mí en el espacio que le abrieron respetuosamente los demás escorpiones. Cuando su espantable cabeza estuvo a la altura de la mía, mientras con las tenazas me sujetaba los brazos, me dijo:

-¿A dónde se ha ido tu orgullo de hombre, tu valor, tu vanidad de ser inteligente? ¡Ah débil, ruin, cobarde y miserable criatura! Hace poco dejaste un reino sin rey: pensabas que el equilibrio del universo no se rompería con el despachurramiento de un bicho despreciable al que, te imaginaste, su especie no vengaría, viniste tranquilamente a tu lecho a dormir, sin la más pequeña pena en la conciencia. Te has engañado doblemente porque el ser despreciable eres tú; tú, el ser cuya desaparición será indiferente al universo; tú, el predilecto de la creación; tú la imagen y semejanza de Dios, no contabas con que la especie de tu víctima se vengarían de tu impiedad... No tuviste clemencia con un pobre rey que te imploraba la vida, justo es que no la tengamos contigo.

          -¡Perdón, reina, perdón!...- murmuré gimiendo y castañeando los dientes. No sé porque mi espíritu se aferró a las esperanzas y percibió en el acento, en el fondo de esas palabras crueles, menos crueldad de la que significaba. Y no me engañé. La reina de los escorpiones me respondió lentamente.

          -¡Te perdonaré si reparas tu delito!

          Hubo una formidable agitación de furia en torno mío. La promesa irritó a los escorpiones, las colas y las tenazas erguidas se dirigieron amenazadoras hacia mi cuerpo.

          -Tendré clemencia contigo -insistió con firmeza la reina- ¿Sabes lo que buscaba el rey entre tus libros? Buscaba la ciencia del buen gobierno, es decir, adquirir la astucia, la maldad, la inteligencia de tu especie cuando le asesinaste villanamente antes de que lograra realizar su deseo. Pues, bien, yo quiero lograr por el amor lo que mi esposo anhelaba y que tu amor puede darnos. Sí; te perdono y te amo. Tu vida me pertenece y quiero utilizarla para engendrar un  hijo que tenga mi raza y tu inteligencia. Eres mío por derecho y por venganza y por botín de amor...

          Y su boba viscosa y deforme se adhirió amorosamente a la mía; y sus tenazas enlazaron mi cuerpo. ¡Oh qué horrible el contacto de esa bestia fría, melosa, áspera, fétida!...

          A la mañana siguiente llegó Gerardo, borracho aún, y me despertó, con lengua entrampada comenzó a darme disculpas por su tardanza y  embriaguez. No le respondí, estaba conmovido con la repugnante y terrible aventura de la noche... Quizás todo había sido una espantosa pesadilla. Para cerciorarme me levanté del lecho y fui a ver a la habitación continua al sitio donde maté al alacrán rey. ¡El suelo estaba manchado, pero había desaparecido los restos del real cadáver! Se lo habían llevado sus súbditos.

          Gerardo, al verme regresar inmutado, creyó que era por cólera con él, y se levantó para abrazarme. Pero, de pronto, le vi dando zancadas y traspiés.

          -¡Ya está uno... ya está uno... ya está el otro!... ¿Si habrá más?

          -¿Pero qué te sucede, borracho de los demonios? ¿Es que estás loco?

          -No, hombre... vi un gran alacrán que saltó de tu cama y otro chiquitín y los he despachurrado.

          -¡Asesino! –le grité con los cabellos erizados, - ¡has matado a la reina! ¡Y... y... y a mi hijo! ¡Desventurado! ¡Esta noche te devorarán!...

          Claro es que Gerardo no me entendió. Se encogió de hombros murmurando que yo estaba más borracho que él. Esa misma tarde cambié de casa y me separé de mi hermano, quien ha seguido tan borracho y escandaloso como antes. Gerardo es incorregible.            

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