EL ÚLTIMO AULLIDO.
EL ÚLTIMO AULLIDO
Mi siempre muy querida Rocío Zavaleta me hizo recordar
aquellos ya lejanísimos días en que departíamos las guardias en aquel entonces
vetusto y anacrónico Hospital Belén de Trujillo, claro, antes que la ampliación
y mejoras hayan convertido al hospicio en un injerto de infraestructuras donde
se entremezclan la modernidad y sus arquitecturas que dan la sensación de
espacio y pulcritud, con las de antaño en sus estrecheces, lobreguez y
hacinamiento al cual me acostumbré; no
obstante esta híbrida obra producto de la afiebrada imaginación de algún
arquitecto seguidor digno de Frankenstein, el nosocomio sigue con la misma
implementación instrumental de antaño, tanto que muchos de sus equipos bien
podrían lucirse en algún sitial de honor en el museo Smithsonian de Washington,
en la sección de “Historia de la
Medicina”…por lo que vayan mis reconocimientos al personal de salud que
trabaja en medio de condiciones tan precarias y muchas veces, ante la
incomprensión de la gente a la que sirve .
Bueno, aquellas madrugadas se hacían larguísimas entre las 3
am y 6 am, horas en que los consultorios de Emergencia se “tranquilizaban” de la afluencia de pacientes… parecía que los
asiduos pendencieros a los “bailes
chichas” habíanse dado una tregua y pactado un cese de hostilidades, dejando
de lado a los verduguillos, piedras y tramperas con el que se agredían provocándose
heridas que originaban zozobra en el personal que estábamos de guardia, no por
la aparatosidad del espectáculo, sino por la laboriosidad de enmendar los actos
de su intoxicación; tampoco acudían las “gorditas” –entiéndase gestantes a
punto de parir – acompañadas aparatosamente por toda la parentela que
bulliciosas cargaban con bolsones bien aprovisionados de mantas, pañales y
biberones; e igualmente la ausencia de solitarias adolescentes llorosas que
habían tomado algunas pastillas que les hiciera arrojar al producto de sus
entrañas por una gestación no planificada, siempre nos era bienvenida por las
implicancias morales y éticas que ello implicaban; hasta los suicidas
decepcionados del amor o abrumados por las deudas impagables y que había
apurado sendos tragos de nauseabundas y cáusticas sustancias que les ayudaran a
finiquitarse la vida y dejar con ello el cargo de conciencia a sus
sobrevivientes seres amados, ya no aparecían… todos, absolutamente todos parecían
haberse dado un lapso tácito para reservarse un merecido descanso, pero bien
sabíamos por experiencia que esto era la calma que siempre precedía a la
tormenta, por ello tratábamos de aprovechar al máximo cada segundo de
tranquilidad brindada.
Es entonces que después de haber agotado el tiempo libre en las
primeras semanas con las consabidas historias (sentimentales, de terror, cuentos,
chistes y demás ocurrencias propias de aquel pequeño pueblo de hombres y
mujeres de chaquetas o guardapolvos blancos), nos quedaban por lo menos un par
de horas vacuas que no teniendo qué hacer, nos contentábamos con acurrucarnos y
darnos calor corporal sentados de a dos, de a tres o cuatro sobre esos fríos bancos
de cemento que amenazaban con despellejarnos las posaderas si nos levantábamos
de manera súbita ante los requerimientos de nuestros residentes que nos
ordenaban algún encargo (y que habían adoptado las costumbres de las marmotas)
, o de los jefes de servicio (que a diferencia de sus subordinados, hibernaban
olímpicamente cual plantígrados o bebés marsupiales) ; así que cansados de estar
mirando de soslayo a la Luna las pocas veces que se dignaba asomar por entre
las cargados y negros nubarrones que caracterizaron aquellas noches
trujillanas, es que empezamos a cantar. Francamente no recuerdo cómo iniciamos
esa actividad…creo que empezamos con un tarareo inicial individual al cual se
fueron juntando las voces de uno y otro que conocían la letra de la canción
entonada, y antes que nos diéramos cuenta, ya habíamos formado un cuarteto de
destempladas voces que arrancaban aullidos lastimeros a los perros sin dueños
que rondaban por la cercanía de la morgue y que presurosos hundían sus
famélicos y puntiagudos hocicos en los botes de basura no asegurados, hurgando
entre los desechos y de cuando en cuando lanzándonos miradas como buscando
nuestra aprobación, o quizás, manteniéndose alertas ante ese grupo de bípedos
que se entretenían con aullarle a la luna rojiza.
Quedó instaurada desde aquel entonces la madrugada de canto,
el repertorio como es obvio no tenía fin, aunque lo usual era que repitiéramos
las canciones que más nos gustaban o eran acordes al momento anímico por el que
atravesaba alguien del grupo, y ese momento no era coreado por todos, sino por
el que tenía mejor voz, con la finalidad que la letra no se distorsionara por
el coro y pudiera ser mejor saboreada y asimilada masoquistamente por el
doliente… ¡Diablos! Sí que eran noches de recordación, pues con las tonadas y
cantos muchos consolaron y desembalsaron sus amarguras y dichas de amores…mientras
que otros vivíamos un amor no declarado pero asumido en silencio y con todas
las prerrogativas que exige una relación en toda regla, no era una amistad, no
eran necesarias las palabras, bastaban las miradas para saber que se
pertenecían sentimentalmente cada quien al suyo.
Pero esa magia no pudo durar por siempre, pues como todo
cuento e historia, las princesas y los caballeros andantes, las hadas y los
ogros, tienen y requieren su final para volver a encarnarse en la realidad,
aunque como actores encariñados cada quien con su papel, fuimos reacios a ese
fin, puesto que sabíamos que al darnos ese hasta luego se convertiría en un
adiós superlativo y quizás permanente, y que no había medio que pudiera tender
los puentes necesarios que mantuvieran tibios los sentimientos, pues los
celulares estaban en el nimbo de las extravagancias tecnológicas en el Perú y Serpost,
que podría haber asumido el protagonismo de salvar ese vacío, aún estaba
incubándose en la mente de algún empresario.
Tanto se me pegó esa costumbre de cantar que lo seguí
practicando por años hasta el momento en que enamorado de alguien, dejé de
hacerlo, pues ella me prohibió tajantemente esa actividad ya que no era de su
agrado el oírme aun cuando se tratara de serenatas o composiciones inspiradas
en su honor. Fue recién hace cinco años en que volví a retomar el canto, no
como un medio de llegar a alguien, sino como un medio de encontrarme a mí
mismo, de adentrarme y exorcizar a esa alma escaldada y escarnecida de amores mal
escogidos y tiempos mal invertidos…la verdad es que en vez de servirme de
catarsis, sólo me ha servido para añorar más aquellos momentos felices que pasé
en mi infancia, en que encaramado sobre el respaldo de mi catre escuchaba
cantar a mi bella mamita que mientras se dedicaba a las labores de la casa, ¡Y cómo
no!, en evocar con suma nostalgia esos momentos agridulces que fue mi internado,
haciéndome con ello sonreír y provocar en quienes son testigos de ello, frases
como “quien a solas se ríe de sus mañas
se acuerda”...¡Re-pámpanos! ¡Me importa un higo lo que sospechen!, ¡Sólo yo
y mi grupo sabemos del motivo de esas sonrisas que seguirán ornando mi faz
mientras la memoria no me traicione!
¡Qué hermosos recuerdos son los que anidan en mi numen y
ayudan a mi fluido vital recorrer mis estragadas vías circulatorias para
vitalizar a mi zombi corazón! Es por eso que decido salir en este momento así
como me encuentro vestido a la calle y aprovechando la complicidad de la
solitaria noche, lanzar por última vez un estentóreo “Aúuu Aaa Áaaa” emulando a
la canción “Lobo Hombre en París”, canción con el que abrazados los internos de
medicina y obstetricia, rendíamos pleitesía a la amistad y el amor. “Señor
Blacky” siempre leal me acompaña a la calle, pero no me acompaña en el
aullido…él sólo quiere un trozo de pan y su silencio cómplice está asegurado.
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