“LA MUERTE EN LA HOGUERA” DE GALILEO GALILEI
“LA
MUERTE EN LA HOGUERA” DE GALILEO GALILEI
La
historia está llena de ejemplos que generan polémica y a su vez, tergiversación
de los hechos. La historia, según indican, la cuentan los ganadores.
Mas
la historia no miente. Miente quien cuenta mentiras históricas. El ser humano
se ha ido acostumbrando a mentir, utilizando para ello las ciencias y las artes
en su interés. La política y los medios adscritos a ciertos intereses nada
éticos, se han servido con indecencia para urdir manipulaciones de efecto
ideológico con el objeto de torcer la opinión pública, puesto que conocen que
la población en general, es renuente a informarse buscando fuentes y contrastándolas
para obtener la verdad…tan sólo se limitan a repetir hechos que les inculcan.
Otras
veces, sin ir tan lejos, la sencilla pero soberbia ignorancia acumulada por
años podría hacer frente a los datos más rigurosos, confeccionando con mayor o
menor intensidad una suerte de prejuicios arraigados sin mayor causa que la
pereza iletrada, pero de consecuencias salpicantes, que siempre es honroso
tratar de combatir.
La
verdad sobre la muerte de Galileo salpicó -y sigue haciéndolo- a la Iglesia.
Sin embargo, al César lo que es del César. El rigor es lo primero, le favorezca
o no a un servidor.
¿Galileo Galilei murió en la hoguera como
se asume?
A
Galileo no lo mató la Inquisición, ni nadie. Murió de muerte natural. Nació el
martes 15 de febrero de 1564 en Pisa, y murió el miércoles 8 de enero de 1642,
en su casa, una villa en Arcetri, en las afueras de Florencia, a los 77 años de
edad (es posible encontrar una diferencia de un año incluso en documentos
oficiales, porque entonces, en Florencia, los años se empezaban a contar el 25
de marzo, fecha de la Encarnación del Señor).
Cuenta
Vincenzo Viviani, un joven discípulo de Galileo que permaneció continuamente
junto a él en los últimos treinta meses, que su salud estaba muy agotada: tenía
una grave artritis desde los 30 años, y a esto se unía “una irritación constante y casi insoportable en los párpados” y “otros achaques que trae consigo una edad
tan avanzada, sobre todo cuando se ha consumido en el mucho estudio y vigilia”.
Añade que, a pesar de todo, seguía lleno de proyectos de trabajo, hasta que por
fin “le asaltó una fiebre que le fue
consumiendo lentamente y una fuerte palpitación, con lo que a lo largo de dos
meses se fue extenuando cada vez más, y, por fin, un miércoles, que era el 8 de
enero de 1642, hacia las cuatro de la madrugada, murió con firmeza filosófica y
cristiana, a los setenta y siete años de edad, diez meses y veinte días”. Por
tanto, no existió la hoguera, ni nada parecido.
¿Siquiera Galileo Galilei fue condenado a
muerte?
Tampoco
fue condenado a muerte. El único proceso en que fue condenado tuvo lugar en
1633, y allí fue condenado a prisión que, en vista de sus buenas disposiciones,
fue conmutada inmediatamente por arresto domiciliario, de modo que nunca llegó
a ingresar en la cárcel. Según las normas comunes, durante el proceso debería
haber estado en la cárcel de la Inquisición, pero de hecho no estuvo nunca ahí:
antes de empezar el proceso se alojó en la embajada de Toscana en Roma, situada
en Palazzo Firenze, donde vivía el embajador; durante el proceso se le exigió
en algunos momentos alojarse en el edificio de la Inquisición, pero entonces se
le habilitaron unas estancias que estaban reservadas para los eclesiásticos que
trabajaban allí, permitiendo que le llevaran la comida desde la embajada de
Toscana; y al acabar el proceso se le permitió estar alojado en Villa Medici,
una de las mejores villas de Roma, con espléndidos jardines, que era propiedad
del Gran Duque de Toscana.
Después
de pocos días se le permitió trasladarse a Siena, donde se alojó en el palacio
del arzobispo, Monseñor Ascanio Piccolomini; éste era un gran admirador y amigo
de Galileo, y le trató espléndidamente durante los varios meses que estuvo en
su casa, de modo que allí se recuperó del trauma que, sin duda, supuso para él
el proceso (en 1633, cuando tuvo lugar el proceso, Galileo tenía 69 años).
Después, se le permitió trasladarse a la casa que tenía en las afueras de
Florencia, y allí permaneció hasta que murió, ya viejo, de muerte natural.
Acabó su obra más importante, y la publicó, en 1638, después del proceso.
En
definitiva, Galileo no fue condenado a muerte, sino a una prisión que no se
llegó a ejecutar porque fue conmutada por prisión domiciliaria.
¿Galileo fue torturado por la
Inquisición?
Nunca
sometido a tortura o a malos tratos físicos típicos de la época. Algún autor ha
sostenido que, durante el proceso, al final, en una ocasión fue sometido a
tortura; sin embargo, autores de todas las tendencias están de acuerdo, con
práctica unanimidad, que esto realmente no sucedió. En la fase conclusiva del
proceso, en una ocasión, se encuentra una amenaza de tortura por parte del
tribunal, pero todos los datos disponibles están a favor de que se trató de una
pura formalidad que, debido a los reglamentos de la Inquisición, el tribunal
debía mencionar, pero sin intención de llevar a la práctica la tortura y sin
que, de hecho, se realizara (consta, además, que en Roma no se llevaba a cabo
tortura con personas de la edad de Galileo). En Siena, Galileo se recuperó de
las mismas enfermedades que ya sufría habitualmente desde muchos años antes,
que se fueron agravando con la edad. Llegó a quedarse completamente ciego, pero
esto nada tuvo que ver con el proceso.
¿Por qué fue condenado Galileo?
Desde
luego, no era homicida, ni ladrón, ni malhechor en ningún sentido habitual de
la palabra. Entonces, ¿por qué fue condenado?, y ¿cuál fue la condena?
Se
suele hablar de dos procesos contra Galileo: el primero en 1616, y el segundo
en 1633. A veces sólo se habla del segundo. El motivo es sencillo: el primer
proceso realmente existió, porque Galileo fue denunciado a la Inquisición
romana y el proceso fue adelante, pero no se llegó a citar a Galileo delante
del tribunal: el denunciado se enteró de que existía la denuncia y el proceso a
través de comentarios de otras personas, pero el tribunal nunca le dijo nada,
ni le citó, ni le condenó. Por eso, con frecuencia no se considera que se
tratara de un auténtico proceso, aunque de hecho la causa se abrió y se
desarrollaron algunas diligencias procesuales durante meses.
En
cambio, el de 1633 fue un proceso en toda regla: Galileo fue citado a
comparecer ante el tribunal de la Inquisición de Roma, tuvo que presentarse y
declarar ante ese tribunal, y finalmente fue condenado. Se trata de dos
procesos muy diferentes, separados por bastantes años; pero están relacionados,
porque lo que sucedió en el de 1616 condicionó en gran parte lo que sucedió en
1633.
En
1616 se acusaba a Galileo de sostener el sistema heliocéntrico propuesto en la
antigüedad por los pitagóricos y en la época moderna por Copérnico: afirmaba
que la Tierra no está quieta en el centro del mundo, como generalmente se
creía, sino que gira sobre sí misma y alrededor del Sol, lo mismo que otros
planetas del Sistema Solar. Esto parecía ir contra textos de la Biblia donde se
dice que la Tierra está quiera y el Sol se mueve, de acuerdo con la
experiencia; además, la Tradición de la Iglesia así había interpretado la
Biblia durante siglos, y el Concilio de Trento había insistido en que los
católicos no debían admitir interpretaciones de la Biblia que se aparten de las
interpretaciones unánimes de los Santos Padres.
Los
hechos de 1616 acabaron con dos actos extra-judiciales. Por una parte, se
publicó un decreto de la Congregación del Índice, fechado el 5 de marzo de
1616, por el que se incluyeron en el Índice de libros prohibidos tres libros: “Acerca de las revoluciones” del
canónigo polaco Nicolás Copérnico, publicado en 1543, donde se exponía la
teoría heliocéntrica de modo científico; un comentario del agustino español
Diego de Zúñiga, publicado en Toledo en 1584 y en Roma en 1591, donde se
interpretaba algún pasaje de la Biblia de acuerdo con el copernicanismo; y un
opúsculo del carmelita italiano Paolo Foscarini, publicado en 1615, donde se
defendía que el sistema de Copérnico no está en contra de la Sagrada Escritura.
Quedaba afectado por las mismas censuras cualquier otro libro que enseñara las
mismas doctrinas. El motivo que se daba en el decreto para esas censuras era
que la doctrina que defiende que la Tierra se mueve y el Sol está en reposo es
falsa y completamente contraria a la Sagrada Escritura. Por otra parte, se
amonestó personalmente a Galileo, para que abandonara la teoría heliocéntrica y
se abstuviera de defenderla.
Nos
podemos preguntar por qué se daba tanta importancia a algo que, hoy día, parece
sencillo: cuando la Biblia habla de cuestiones científicas, con frecuencia
adopta el modo de hablar propio de la cultura, de la época o simplemente de la
experiencia ordinaria. De hecho, éste fue uno de los argumentos que utilizó
Galileo en su Carta a Benedetto Castelli, que circuló en copias a mano
(Castelli era un monje benedictino, amigo y discípulo de Galileo, profesor de
matemáticas en la Universidad de Pisa), y con mayor extensión en su Carta a la
Gran Duquesa de Toscana, Cristina de Lorena (madre de quien en aquellos
momentos era Gran Duque de Toscana, Cosme II), a quien habían llegado ecos de
las acusaciones bíblicas contra Galileo.
Para
comprender el trasfondo del asunto hay que mencionar tres problemas:
En
primer lugar, Galileo se había hecho célebre con sus descubrimientos
astronómicos de 1609-1610. Utilizando el telescopio que él mismo contribuyó de
modo decisivo a perfeccionar, descubrió que la Luna posee irregularidades como
la Tierra, que alrededor de Júpiter giran cuatro satélites, que Venus presenta
fases como la Luna, que en la superficie del Sol existen manchas que cambian de
lugar, y que existen muchas más estrellas de las que se ven a simple vista.
Galileo se basó en estos descubrimientos para criticar la física aristotélica y
apoyar el heliocentrismo copernicano. Los profesores aristotélicos, que eran
muchos y poderosos, sentían que los argumentos de Galileo contradecían su
ciencia, y a veces quedaban en ridículo. Estos profesores atacaron seriamente a
Galileo y, cuando se les acababan las respuestas, algunos recurrieron a los
argumentos teológicos (la pretendida contradicción entre Copérnico y la
Biblia).
En
segundo lugar, la Iglesia católica era en aquellos momentos especialmente
sensible ante quienes interpretaban por su cuenta la Biblia, apartándose de la
Tradición, porque el enfrentamiento con el protestantismo era muy fuerte.
Galileo se defendió de quienes decían que el heliocentrismo era contrario a la
Biblia explicando por qué no lo era, pero al hacer esto se ponía a hacer de
teólogo, lo cual era considerado entonces como algo peligroso, sobre todo
cuando, como en este caso, uno se apartaba de las interpretaciones
tradicionales. Galileo argumentó bastante bien como teólogo, subrayando que la
Biblia no pretende enseñarnos ciencia y se acomoda a los conocimientos de cada
momento, e incluso mostró que en la Tradición de la Iglesia se encontraban
precedentes que permitían utilizar argumentos como los que él proponía. Pero,
en una época de fuertes polémicas teológicas entre católicos y protestantes,
estaba muy mal visto que un profano pretendiera dar lecciones a los teólogos,
proponiendo además novedades un tanto extrañas.
En
tercer lugar, la visión tradicional, que colocaba a la Tierra en el centro del
mundo, parecía estar de acuerdo con la experiencia ordinaria: vemos que se
mueven el Sol, la Luna, los planetas y las estrellas; en cambio, si la Tierra
se moviera, deberían suceder cosas que no suceden: proyectiles tirados hacia
arriba caerían atrás, no se sabe cómo estarían las nubes unidas a la Tierra sin
quedarse también atrás, se debería notar un movimiento tan rápido. Además, esa
cosmovisión tradicional parecía mucho más coherente con la perspectiva
cristiana de un mundo creado en vistas al hombre, y también con la Encarnación
y la Redención de la humanidad a través de Jesucristo; de hecho, entre quienes
habían aceptado las ideas de Copérnico se contaba Giordano Bruno, quien
defendió que existen muchos mundos habitados y acabó sosteniendo doctrinas más
o menos heréticas (Bruno fue quemado, como consecuencia de su condena por la
Inquisición romana, en 1600, aunque debe señalarse, no como disculpa sino para
mayor claridad, que no era propiamente un científico, aunque utilizara el
copernicanismo como punto de partida).
Los
sucesos de 1616 culminaron en un decreto de la Congregación del Índice, fechado
el 5 de marzo de 1616, por el que se prohibieron los libros mencionados, con
los matices ya señalados. El decreto se publicó en nombre de la Congregación, y
está firmado por el cardenal prefecto y por el secretario de la Congregación,
no por el Papa. Desde luego, un acto de ese tipo se hacía con el mandato o
aprobación del Papa y, de algún modo, comprometía la autoridad del Papa, pero
de ninguna manera puede ser considerado como un acto en el que se pone en juego
la infalibilidad del Papa: por una parte, porque ni está firmado por el Papa y
ni siquiera se le menciona; por otra, porque se trata de un acto de gobierno de
una Congregación, no de un acto de magisterio; y además, porque no pretende
definir una doctrina de modo definitivo. Eso se sabía perfectamente entonces,
igual que ahora; como prueba de ella se puede mencionar una carta de Benedetto
Castelli a Galileo, escrita el 2 de octubre de 1632, cuando ya se había
ordenado a Galileo que compareciera ante la Inquisición de Roma. Castelli ha
hablado con el Padre Comisario del Santo Oficio, Vincenzo Maculano, y ha
defendido la ortodoxia de la posición de Copérnico y de Galileo, añadiendo que
varias veces ha hablado de todo ello con teólogos piadosos y muy inteligentes,
y no han visto ninguna dificultad; añade que el mismo Maculano le ha dicho que
está de acuerdo y que, en su opinión, la cuestión no debería zanjarse
recurriendo a la Sagrada Escritura. Es fácil advertir que estas opiniones,
tratadas en el mismo Comisario del Santo Oficio, no tendrían sentido si el
decreto del Índice de 1616 pudiera ser interpretado como teniendo un alcance de
magisterio infalible o definitivo.
En
las deliberaciones de la Santa Sede, previas al decreto, se pidió la opinión a
once consultores del Santo Oficio, quienes dictaminaron, el 24 de febrero de
1616, que decir que el Sol está inmóvil en el centro del mundo es absurdo en
filosofía y además formalmente herético, porque contradice muchos lugares de la
Escritura tal como los exponen los Santos Padres y los teólogos, y decir que la
Tierra se mueve es también absurdo en filosofía y al menos erróneo en la fe.
Con frecuencia se toma esta opinión de los teólogos consultores como si fuera
el dictamen de la autoridad de la Iglesia, pero no lo es: fue sólo la opinión
de esas personas. El único acto público de la autoridad de la Iglesia fue el
decreto de la Congregación del Índice, y en ese decreto no se dice que la
doctrina heliocentrista sea herética: se dice que es falsa y que se opone a la
Sagrada Escritura. El matiz es importante, y cualquier entendido en teología lo
sabía entonces y lo sabe ahora. Nadie consideró entonces, ni debería considerar
ahora, que se condenó el heliocentrismo como herejía, porque no es cierto. Esto
explica que Galileo y otras personas igualmente católicas continuaran aceptando
el heliocentrismo; Galileo sabía (y era cierto) que él había mostrado, en sus
cartas a Castelli y a Cristina de Lorena, que el heliocentrismo se podía
compaginar con la Sagrada Escritura, utilizando además principios que no eran
nuevos, sino que tenían apoyo en la Tradición de la Iglesia.
La
decisión de la autoridad de la Iglesia en 1616 fue equivocada, aunque no
calificó al heliocentrismo como herejía. Galileo y sus amigos eclesiásticos se
propusieron conseguir que ese decreto fuera revocado. Podían haberlo
conseguido: se trataba de un decreto disciplinar que, aunque iba acompañado por
una valoración doctrinal, no condenaba el heliocentrismo como herejía, ni era
un acto de magisterio infalible.
Otro
aspecto importante a tener en cuenta es que, aunque las críticas de Galileo a
la posición tradicional estaban fundadas, ni él ni nadie poseían en aquellos
momentos argumentos para demostrar que la Tierra se mueve alrededor del Sol.
Esta afirmación parecía, más bien, absurda, tal como la calificaron los
teólogos del Santo Oficio. En una famosa carta, el cardenal Roberto Belarmino,
uno de los teólogos más influyentes entonces, pedía tanto a Foscarini como a
Galileo que utilizaran el heliocentrismo sólo como una hipótesis astronómica,
sin pretender que fuera verdadera ni meterse en argumentos teológicos, en cuyo
caso no habría ningún problema. Pero Galileo, para defenderse de acusaciones
personales y para intentar que la Iglesia no interviniera en el asunto, se
lanzó a una defensa fuerte del copernicanismo, trasladándose a Roma e
intentando influir en las personalidades eclesiásticas; esto quizá tuvo el
efecto contrario, provocando que la autoridad de la Iglesia interviniera para
frenar la propaganda de Galileo que, al menos en sus críticas, era bastante
convincente.
Además
del decreto de la Congregación del Índice, las autoridades eclesiásticas tomaron
otra decisión que afectaba personalmente a Galileo y que influyó decisivamente
en su proceso, 17 años más tarde. En concreto, por orden del Papa (Pablo V), el
cardenal Belarmino citó a Galileo (que se encontraba entonces en Roma, dedicado
a la propaganda del copernicanismo) y, en la residencia del cardenal, el 26 de
febrero de 1616, le amonestó a abandonar la teoría copernicana. El Papa había
mandado que Belarmino hiciera esta amonestación, añadiendo que, si Galileo no
quería abandonar la teoría, el Comisario del Santo Oficio, delante de notario y
testigos, le ordenara que no enseñara, defendiera ni tratara esa doctrina, y
que si se negase a esto, se le encarcelase. Consta que Belarmino hizo la
amonestación. Pero entre los documentos que se han conservado existe uno que ha
dado lugar a discusiones sobre la fuerza y el alcance de ese precepto: dice
que, a continuación de la amonestación de Belarmino, el Padre Comisario del
Santo Oficio (el dominico Michelangelo Seghizzi) le transmitió el precepto
mencionado; pero ese documento está sin firmar. Se han dado interpretaciones de
todo tipo; la más extrema es que se trata de un documento falseado
deliberadamente en 1616 o en 1633 para acabar con Galileo; pero esto parece muy
poco probable. Pero está claro que Galileo entendió perfectamente que, en lo
sucesivo, no podía argumentar a favor del copernicanismo, y en efecto así lo
hizo durante años. Precisamente, el proceso a que fue sometido 17 años después,
en 1633, fue motivado porque, aparentemente, Galileo desobedeció a ese
precepto.
El proceso de 1633
Si
el decreto de la Congregación del Índice en 1616 fue una equivocación, también
lo fue prohibir a Galileo tratar o defender el copernicanismo. Galileo lo
sabía. Sin embargo, obedeció. Siempre fue y quiso ser buen católico. Pero sabía
que la prohibición de 1616 se basaba en una equivocación y quería solucionar el
equívoco. Incluso advertía el peligro de escándalo que podría ocasionar esa
prohibición en el futuro, si se llegaba a demostrar con certeza que la Tierra
gira alrededor del Sol. Sus amigos estaban de acuerdo con él.
En
1623 coincidieron unas circunstancias que parecían favorecer una revisión de
las decisiones de 1616, o por lo menos hacer posible que se expusieran, aunque
fuese con cuidado, los argumentos a favor del copernicanismo. El factor
principal fue la elección como Papa del cardenal Maffeo Barberini, que tomó el
nombre de Urbano VIII. Era, desde hacía años, un admirador de Galileo, a quien
incluso había dedicado una poesía latina en la que alababa sus descubrimientos
astronómicos. Además, desde el primer momento tuvo en puestos de mucha
confianza a varios amigos y partidarios de Galileo. En 1624 Galileo fue a Roma
y el Papa le recibió seis veces, con gran cordialidad. Pero Galileo comprobó,
al tantear el asunto del copernicanismo, que, si bien Urbano VIII no lo
consideraba herético (ya hemos visto que nunca fue declarado tal), lo
consideraba como una posición doctrinalmente temeraria y, además, estaba
convencido de que nunca se podría demostrar: decía que los mismos efectos
observables que se explican con esa teoría, podrían deberse a otras causas
diferentes, pues en caso contrario estaríamos limitando la omnipotencia de
Dios. Se trataba de un argumento que, aparentemente, tenía mucha fuerza, y
parecía que quien pretendiera haber demostrado el copernicanismo estaba
poniendo límites a la omnipotencia de Dios.
A
pesar de todo, el talante del nuevo Papa y la posición estratégica de sus
amigos llevaron a Galileo a embarcarse en un viejo proyecto pendiente: escribir
una gran obra discutiendo el copernicanismo y, desde luego, argumentando en su
favor. Simplemente, la presentaría como un diálogo entre un partidario del
geocentrismo y otro del heliocentrismo, sin dejar zanjada la cuestión. Y
añadiría el argumento del Papa. Pero el lector inteligente ya se daría cuenta
de quién tenía razón.
Además,
Galileo pensaba que disponía de un argumento nuevo que demostraba el movimiento
de la Tierra: el argumento de las mareas. Según Galileo, las mareas sólo se
podrían explicar suponiendo el movimiento de la Tierra (y no aceptaba, como si
sonara a astrología, que se debieran a la influencia de la Luna). Incluso
quería titular su obra de ese modo, como un tratado sobre las mareas, pero el
Papa supo que pretendía utilizar ese título y, como sonaba a demasiado realista
(como en efecto lo era), aconsejó poner otro título que no sonara a una prueba
del movimiento de la Tierra (desde luego, como sabemos, el argumento de las
mareas estaba equivocado). Galileo cambió el título del libro, que se vino a
llamar Dialogo en torno a los dos grandes sistemas del mundo, el tolemaico y el
copernicano. Un título muy acertado debido, en parte, a la injerencia de un
Papa que no quería que se tratara el movimiento de la Tierra como algo real:
pero, sin duda, ésa era la intención principal de Galileo en su obra. Galileo
estaba dispuesto a conceder todo lo que fuera necesario, con tal de publicar
una obra donde se recogieran los argumentos en contra de la posición
tradicional y en favor del copernicanismo.
Galileo
acabó de redactar el Diálogo en 1630, y lo llevó a Roma para obtener el permiso
eclesiástico para imprimirlo. El permiso debía ser concedido por el Maestro del
Sagrado Palacio, el dominico Niccolò Riccardi, que no sabía astronomía pero era
admirador de Galileo y siempre se había mostrado deseoso de ayudarle. Ahora
Riccardi se encontró en un compromiso. Dio a entender que no habría problemas,
aunque habría que ajustar una serie de detalles. Galileo volvió a Florencia, la
peste estableció serias limitaciones al tráfico y correo entre Florencia y
Roma, y ahí comenzó una cadena de equívocos que alargaron la concesión del
permiso y pusieron nervioso a Galileo. Al cabo de un año, Galileo solicitó y
obtuvo la intervención del Gran Duque de Toscana y de su embajador en Roma para
obtener el permiso. Riccardi, que también era toscano y era pariente de la
esposa del embajador, fue sometido a una presión muy fuerte. Finalmente
concedió el permiso para que se imprimiera el libro en Florencia, pero con una
serie de condiciones que hacía saber a Galileo y al Inquisidor de Florencia.
Riccardi sabía lo que el Papa pensaba: que sólo se podía tratar el
copernicanismo como una hipótesis matemática, no como una representación de la
realidad; las condiciones y advertencias que dio se encaminaban a garantizar
esto, que no estaba nada claro en la obra de Galileo.
Galileo
introdujo cambios pero, seguramente, no todos los que hubiera introducido
Riccardi y hubiera deseado el Papa. En el libro, Simplicio, el personaje que
defiende la posición tradicional de Aristóteles y Tolomeo, siempre sale
perdiendo. Simplicio fue uno de los más famosos comentadores antiguos de
Aristóteles, pero en la obra de Galileo daba la impresión de que sus argumentos
y su actitud correspondían demasiado bien a su nombre. Por otra parte, el
argumento favorito del Papa aparecía al final de la obra: después de haber
expuesto todos los argumentos físicos y filosóficos, Simplicio, precisamente
Simplicio, utilizaba ese argumento, y aunque Salviati, el defensor de Copérnico
(y Galileo) lo aprueba, el final es muy breve y forzado. Para mayor confusión,
una Introducción aprobada por Riccardi, en la que se explicaba que esa obra no
pretendía establecer el copernicanismo como teoría verdadera, apareció impresa
en un tipo diferente al del resto de la obra, dando la impresión de un añadido
postizo.
El
Diálogo se acabó de imprimir en Florencia el 21 de febrero de 1632. Galileo
envió enseguida ejemplares por todas partes, también a sus amigos de otros
países de Europa. Todavía había problemas de comunicación con Roma por la
peste, de modo que los primeros ejemplares no llegaron a Roma hasta mitad de
mayo. Uno de ellos fue entregado al cardenal Francesco Barberini, sobrino y
mano derecha del Papa, a quien Galileo había ayudado, hacía años, a conseguir
el doctorado, y a quien consideraba, al igual que a su tío el Papa, como un
gran amigo personal.
En
1632 la mayor preocupación del Papa no era precisamente el movimiento del Sol y
de la Tierra. Estaba en pleno desarrollo la Guerra de los Treinta Años, que
comenzó en 1618 y no terminó hasta 1648, que enfrentaba a toda Europa en dos
mitades, los católicos y los protestantes. En aquel momento había problemas muy
complejos, porque la católica Francia se encontraba más bien al lado de los
protestantes de Suecia y Alemania, enfrentada con la otra potencia católica,
España. Urbano VIII había sido cardenal legado en París y tendía a alinearse
con los franceses, temiendo, además, una excesiva prepotencia de los españoles,
e intentando no perder a Francia. Se trataba de equilibrios muy difíciles. Los
problemas eran graves. El 8 de marzo de 1632, en una reunión de cardenales con
el Papa, el cardenal Gaspar Borgia, protector de España y embajador del Rey
Católico, acusó abiertamente al Papa de no defender como era preciso la causa
católica. Se creó una situación extraordinariamente violenta. En esas
condiciones, Urbano VIII se veía especialmente obligado a evitar cualquier cosa
que pudiera interpretarse como no defender la fe católica de modo
suficientemente claro.
Precisamente
en esas circunstancias, a mitad de mayo, empezaron a llegar a Roma los primeros
ejemplares del Dialogo. En un primer momento no sucedió nada. Pero al cabo de
dos meses, a mitad de julio, se supo que el Papa estaba muy enfadado con el
libro, que intentaba frenar su difusión, y que iba a crear una comisión para
estudiarlo y dictaminarlo.
Galileo
siempre lo atribuyó el enfado papal a la actuación de sus enemigos (que no eran
pocos ni poco influyentes), que habrían informado al Papa de modo tendencioso,
predisponiéndole en contra. Por ejemplo, además de denunciar que el libro
defendía el copernicanismo, en contra del decreto de 1616, habrían puesto de
relieve que uno de los tres personajes que intervienen en el diálogo,
Simplicio, que siempre lleva las de perder, es quien expone el argumento
preferido del Papa acerca de la omnipotencia de Dios y los límites de nuestras
explicaciones. Esto podía parecer una burla deliberada, y parece que así fue
interpretado: varios años después, Galileo todavía enviaba un mensaje al Papa,
desde su villa de Arcetri, haciéndole saber que jamás había pasado por su mente
tal cosa. Además, como se ha señalado, las circunstancias personales de Urbano
VIII en aquel momento eran difíciles, y no podía tolerar que se publicara un
libro, que aparecía con los permisos eclesiásticos de Roma y de Florencia, en
el que se defendía una teoría condenada por la Congregación del Índice en 1616
como falsa y contraria a la Sagrada Escritura.
El
Papa estableció una comisión para examinar las acusaciones contra Galileo, y se
dictaminó que el asunto debía ser enviado al Santo Oficio (o Inquisición
romana), desde donde se ordenó a Galileo, que vivía en Florencia, que se
presentara en Roma ante ese tribunal durante el mes de octubre de 1632. Después
de intentos dilatorios que duraron varios meses, el 30 de diciembre de 1632, el
Papa con la Inquisición hizo saber que, si Galileo no se presentaba en Roma, se
enviaría quien se cerciorase de su salud y, si se veía que podía ir a Roma, le
llevarían encadenado. El Papa aconsejó seriamente al Gran Duque que se
abstuviera de intervenir, porque el asunto era serio. Las autoridades toscanas
decidieron aconsejar a Galileo que fuese a Roma. El embajador Niccolini, que
conocía bien al Papa y hablaba con él con frecuencia, advertía que discutir con
el Papa y llevarle la contraria era el camino mejor para arruinar a Galileo.
Cuando el Papa hablaba con Niccolini del problema causado por Galileo, en
varias ocasiones montó en cólera. Todos advirtieron a Galileo que lo mejor era
que fuera a Roma y que se mostrara en todo momento dispuesto a obedecer en lo
que le dijeran, porque si tomaba otra actitud las consecuencias serían
perjudiciales para él.
Galileo
llegó a Roma el domingo 13 de febrero de 1633, en una litera facilitada por el
Gran Duque, después de esperar en la frontera de los Estados Pontificios a
causa de la peste que seguía en Florencia. El embajador de Toscana, Francesco
Niccolini, se portó maravillosamente con Galileo, interviniendo continuamente
en su favor ante las autoridades de Roma, de acuerdo con las instrucciones del
Gran Duque. Consiguieron que Galileo no estuviera en la cárcel del Santo
Oficio, como exigían las normas. Desde su llegada a Roma hasta el 12 de abril
(dos meses), Galileo vivió en el Palacio de Florencia, donde se encontraba la
embajada de Toscana y la casa del embajador. Las autoridades le recomendaron
que evitara la vida social, de modo que no salía de casa, pero gozaba de un
trato exquisito por parte del embajador y de su esposa. Niccolini pedía al Papa
que el asunto fuese lo más breve posible, pero se alargaba porque la
Inquisición todavía estaba deliberando sobre el modo de actuar. Como se había
descubierto en los archivos del Santo Oficio el escrito de 1616 en el que se
prohibía Galileo tratar de cualquier modo el copernicanismo, el proceso se
centró completamente en una única acusación: la de desobediencia a ese precepto
de 1616.
Galileo
fue llamado a deponer al Santo Oficio el martes 12 de abril de 1633. Su defensa
nos puede parecer muy extraña: negó que, en el Dialogo, defendiera el
copernicanismo. Galileo no sabía que el Santo Oficio había pedido la opinión al
respecto a tres teólogos y que, el 17 de abril, los tres informes concluían sin
lugar a dudas (como de hecho así era) que Galileo, en su libro, defendía el
copernicanismo; en este caso, los teólogos tenían razón. Esto complicaba la
situación, pues un acusado que no reconocía un error comprobado debía ser
tratado muy severamente por el tribunal. Por otra parte, Galileo se defendió
mostrando una carta que, a petición suya, le había escrito el cardenal
Belarmino después de los sucesos de 1616, para que pudiera defenderse frente a
quienes le calumniaban; en ese escrito, Belarmino daba fe de que Galileo no
había tenido que abjurar de nada y que simplemente se le había notificado la
prohibición de la Congregación del Índice. Pero eso podía interpretarse también
contra Galileo si se mostraba, como era el caso, que en su libro argumentaba en
favor de la doctrina condenada en 1616. El tribunal se centró en matices de la
prohibición hecha a Galileo en 1616, que Galileo decía no recordar, porque
había conservado el documento de Belarmino y ahí no se incluían esos matices.
Desgraciadamente, Belarmino había muerto y no podía aclarar la situación.
Esos
días Galileo seguía en el Santo Oficio, aunque tampoco entonces estuvo en la
cárcel. Por deferencia con el Gran Duque de Toscana y ante la insistencia del
embajador, Galileo fue instalado en unas habitaciones del fiscal de la
Inquisición, le traían las comidas desde la embajada de Toscana, y podía
pasear. Estuvo allí desde el martes 12 de abril hasta el sábado 30 de abril: 17
días completos con sus colas.
Para
desbloquear la situación, el Padre Comisario propuso a los Cardenales del Santo
Oficio algo insólito: visitar a Galileo en sus habitaciones e intentar
convencerle para que reconociera su error. Lo consiguió después de una larga
charla con Galileo el 27 de abril. Al día siguiente, sin comunicarlo a nadie
más, escribió lo que había hecho y el resultado al cardenal sobrino del Papa,
que se encontraba esos días en Castelgandolfo con el Papa; a través de esa
carta se ve claro que esa actuación estaba aprobada por el Papa: de ese modo,
el tribunal podría salvar su honor condenando a Galileo, y luego se podría usar
clemencia con Galileo dejándole recluido en su casa, tal como (dice el Padre
Comisario) sugirió Vuestra Excelencia (el cardenal Francesco Barberini).
En
efecto, el sábado 30 de abril Galileo reconoció ante el tribunal que, al volver
a leer ahora su libro, que había acabado hacía tiempo, se daba cuenta de que,
debido no a mala fe, sino a vanagloria y al deseo de mostrarse más ingenioso
que el resto de los mortales, había expuesto los argumentos en favor del
copernicanismo con una fuerza que él mismo no creía que tuvieran. A partir de
ahí, las cosas se desarrollaron como el Comisario había previsto. Ese mismo día
se permitió a Galileo volver al palacio de Florencia, a la casa del embajador.
El martes 10 de mayo se le llamó al Santo Oficio para que presentara su
defensa; presentó el original de la carta del cardenal Belarmino, y reiteró que
había actuado con recta intención. Seguía encerrado en el Palazzo Firenze; el
embajador consiguió que le permitieran ir a pasear a Villa Medici, e incluso a
Castelgandolfo, porque le sentaba mal no hacer ningún tipo de ejercicio.
Mientras tanto, la peste seguía azotando a Florencia, y en alguna carta le
decían que, en medio de su desgracia, era una suerte que no estuviera entonces
en Florencia.
El
jueves 16 de junio, la Congregación del Santo Oficio tenía, como cada semana,
su reunión con el Papa. En esta ocasión se celebró en el palacio del Quirinal.
Estaban presentes 6 de los 10 Cardenales de la Inquisición, además del
Comisario y del Asesor (en los interrogatorios y, en general, en todas las
sesiones que se han mencionado hasta ahora, no estaban presentes los
Cardenales: estaban los oficiales del Santo Oficio que transmitían las actas a
la Congregación de los Cardenales, y éstos, con el Papa, tomaban las
decisiones). Ese día el Papa decidió que Galileo fuera examinado acerca de su
intención con amenaza de tortura (en este caso se trataba de una amenaza
puramente formal, que ya se sabía de antemano que no se iba a realizar).
Después, Galileo debía abjurar de la sospecha de herejía ante la Congregación
en pleno. Sería condenado a cárcel al arbitrio de la Congregación, se le
prohibiría que en el futuro tratara de cualquier modo el tema del movimiento de
la Tierra, se prohibiría el Diálogo, y se enviaría copia de la sentencia a los
nuncios e inquisidores, sobre todo al de Florencia, para que la leyera
públicamente en una reunión en la que procuraría que se encontraran los
profesores de matemática y de filosofía. El Papa comunicó esta decisión al
embajador Niccolini el 19 de junio. Niccolini pidió clemencia, y el Papa,
manifestando algo que, como se ha señalado, estaba ya decidido de antemano, le
respondió que, después de la sentencia, volvería a ver al embajador para ver
cómo se podría arreglar que Galileo no estuviera en la cárcel. De acuerdo con
el Papa, Niccolini comunicó a Galileo que la causa se acabaría enseguida y el
libro se prohibiría, sin decirle nada acerca de lo que tocaba a su persona,
para no causarle más aflicción.
Desde
el martes 21 de junio hasta el viernes 24 de junio, Galileo estuvo de nuevo en
el Santo Oficio. El miércoles día 22 Galileo fue llevado al convento de Santa
María sopra Minerva; se le leyó la sentencia (firmada por 7 de los 10
Cardenales del Santo Oficio) y abjuró de su opinión acerca del movimiento de la
Tierra delante de la Congregación. Fue, para Galileo, lo más desagradable de
todo el proceso, porque afectaba directamente a su persona y se desarrolló en
público de modo humillante. El jueves 23 el Papa, con la Congregación del Santo
oficio reunida en el Quirinal, concedió a Galileo que la cárcel fuera conmutada
por arresto en Villa Medici, a donde se trasladó el viernes día 24. El jueves
día 30 se permitió a Galileo abandonar Roma y trasladarse a Siena, en Toscana,
al palacio del Arzobispo. Galileo dejó Roma el miércoles 6 de julio y llegó a
Siena el sábado 9 de julio. Había acabado la pesadilla romana.
La
sentencia de la Inquisición comienza con los nombres de los 10 cardenales de la
Inquisición, y acaba con las firmas de 7 de ellos. El Papa, junto con la
Congregación, decidió que se condenase a Galileo y que abjurase de su opinión,
pero en el texto de la sentencia no aparece en ningún momento citado el Papa;
por tanto, ese documento no puede ser considerado como un acto de magisterio
pontificio, y menos aún como un acto de magisterio infalible ni definitivo. En
el texto de la abjuración se lee “maldigo y detesto los mencionados errores y
herejías”, pero no se trata de una doctrina definida como herejía por el
magisterio de la Iglesia: en el texto de la abjuración se dice, como así es,
que esa doctrina fue declarada contraria a la Sagrada Escritura, y, como
sabemos, esta declaración se hizo mediante un decreto de la Congregación del
Índice, que no constituyó un acto de magisterio infalible ni definitivo.
El
Arzobispo de Siena, Ascanio Piccolomini, era un antiguo discípulo, admirador y
gran amigo de Galileo. Se había ofrecido varias veces para alojarle en su casa,
teniendo en cuenta, además, que estaba relativamente cerca de Florencia y que
en Florencia todavía existían ramalazos de la peste. En Siena, Galileo fue
tratado espléndidamente y se recuperó de la tensión de los meses precedentes. A
petición del Gran Duque de Toscana, el Papa, junto con el Santo Oficio,
concedió el 1 de diciembre de 1633 a Galileo que pudiera volver a su casa en
las afueras de Florencia, la Villa del Gioiello, con tal que permaneciera como
en arresto domiciliario, sin moverse de allí ni hacer vida social. Consta que
el 17 de diciembre Galileo ya estaba en su casa, y allí siguió hasta su muerte
en 1642.
En
Arcetri Galileo siguió trabajando. Allí acabó sus Discursos y demostraciones en
torno a dos nuevas ciencias, obra que se publicó en 1638 en Holanda. Se trata
de su obra más importante, donde expone los fundamentos de la nueva ciencia de
la mecánica, que se desarrollará en ese siglo hasta alcanzar 50 años más tarde,
con los Principios matemáticos de la filosofía natural de Newton, obra
publicada en 1687, la formulación que marca el nacimiento definitivo de la
ciencia experimental moderna.
Finalmente
El
proceso de Galileo no debería entenderse como un enfrentamiento entre ciencia y
religión. Galileo siempre se consideró católico e intento mostrar que el
copernicanismo no se oponía a la doctrina católica. Por su parte, los
eclesiásticos no se oponían al progreso de la ciencia; durante su viaje a Roma
en 1611, se tributó a Galileo un gran homenaje público en un acto celebrado en
el Colegio Romano de los jesuitas, por sus descubrimientos astronómicos. El
problema es que no consideraban que el movimiento de la Tierra fuera una verdad
científica, e incluso algunos (entre ellos, el Papa Urbano VIII) estaban
convencidos de que nunca se podría demostrar.
Los
enemigos de Galileo desempeñaron, probablemente, un papel importante para
desencadenar el proceso. El temperamento muy vivo de Galileo no contribuía a
apaciguar las numerosas disputas que originó su trabajo desde 1610. Además, él
mismo se procuró enemistades de modo innecesario, de tal modo que, cuando el
Diálogo se publicó en 1632, es fácil imaginar que sus enemigos en Roma pudieran
presentar al Papa las cosas de tal manera que, teniendo en cuenta además las
difíciles circunstancias por las que atravesaba Urbano VIII, éste se
considerara ofendido por Galileo y viera necesario intervenir con fuerza. El
temperamento de Urbano VIII también desempeñó un papel: tenía un carácter
fuerte y pensó que Galileo había traicionado a su amistad sincera; repitió
varias veces al embajador Niccolini que Galileo se había burlado de él. Consta
que, al hablar de este tema con Niccolini, Urbano VIII se encolerizaba. Galileo
seguramente no pretendió, en modo alguno, burlarse del Papa, pero es probable
que los enemigos de Galileo, en el verano de 1632, convencieran al Papa de lo
contrario, y que esto influyera seriamente en el desarrollo de los
acontecimientos.
No
hay que pensar sólo en enemigos personales de Galileo. El movimiento de la
Tierra podía fácilmente ser visto como causa de dificultades importantes para
el cristianismo. Si la Tierra se convertía en un planeta más, y si existían
muchas más estrellas de las que se ven a simple vista, ¿no podría esto
interpretarse en la línea de Giordano Bruno, quien afirmó que existen muchos
mundos como el nuestro, con sus estrellas y planetas habitados? En ese caso,
¿qué significado tendría la Encarnación y la Redención de Jesucristo?, ¿qué
sucedería con la salvación de posibles seres inteligentes que podrían vivir en
otros lugares del universo? Son preguntas que, en la actualidad, se plantean
todavía con más fuerza que entonces, ante la posibilidad, remota pero real, de
que se llegue a saber que existe vida en otros lugares del universo. En
realidad, no es difícil advertir que la revelación cristiana se refiere
directamente a lo que sucede con nosotros y, por tanto, no hay dificultad en
principio para integrar dentro de ella a otros seres inteligentes. Además, la
Iglesia enseña que los frutos de la Redención se aplican también a personas que
han vivido antes de la Encarnación, o que viven después de ella y no conocen,
sin culpa suya, la verdad del cristianismo. Pero se comprende que estos
problemas pudieran influir en aquellos momentos. La asociación del
copernicanismo con Bruno no podía favorecer a Galileo. Se puede recordar que
dos personas clave en la condena del copernicanismo en 1616 fueron el Papa
Pablo V y el cardenal Belarmino; ambos eran Cardenales de la Inquisición
cuando, en 1600, el proceso de Bruno llegó a su final, y se puede suponer que,
al pensar en el copernicanismo, lo verían, por así decirlo, asociado a los
errores teológicos de Bruno.
El
movimiento de la Tierra parecía afectar al cristianismo desde otro punto de
vista. El Diálogo de Galileo contenía críticas muy fuertes contra la filosofía
de Aristóteles, que se venía usando, al menos desde el siglo XIII, como ayuda
para la teología. En esa filosofía se admitía, por ejemplo, que en el mundo
existe finalidad, y que las cualidades sensibles existen objetivamente y forman
la base del conocimiento humano. Estas ideas parecían arruinarse con la nueva
filosofía matemática y mecanicista de Galileo. La nueva ciencia nacía en
polémica con la filosofía natural antigua, y no parecía poder llenar el hueco
que ésta dejaba. Aunque las críticas de Galileo al aristotelismo se redujeran a
aspectos concretos de la física que, ciertamente, debían abandonarse, parecía
que la nueva ciencia pretendía arrojar fuera, como suele decirse, al niño junto
con la bañera. Este problema sigue siendo actual. Incluso puede decirse que el
progreso científico de los últimos siglos lo ha hecho cada vez más agudo. Son
muchas las voces que piden un serio esfuerzo para integrar el progreso
científico dentro de una visión más amplia que incluya las dimensiones
metafísicas y éticas de la vida humana. En este sentido, los que veían en la
nueva ciencia una fuente de dificultades no estaban completamente equivocados.
Por supuesto, el problema no es de la ciencia en sí misma, de cuya legitimidad
sería absurdo dudar. El progreso científico es ambivalente y el hecho de que
pueda utilizarse mal no significa que deba castigarse a la ciencia. Simplemente
intento subrayar que, en el fondo del caso Galileo, se encuentran algunos
problemas que son reales, siguen siendo actuales, y esperan todavía una
solución. Cuál sea el alcance del conocimiento científico es uno de esos
problemas.
Consta
que hubo un intento de denunciar a Galileo ante la Santa Sede por su filosofía
atomista, expuesta brevemente en su obra, de 1623, Il Saggiatore, argumentando
que Galileo negaba la objetividad de las cualidades sensibles (colores, olores,
sabores) y que esto contradice la doctrina del Concilio de Trento sobre la
Eucaristía, según la cual, después de la consagración, se encuentran las
especies sacramentales (accidentes del pan, como por ejemplo las cualidades
sensibles) sin su sujeto natural. Se ha llegado a decir que el motivo más
profundo de la acusación contra Galileo en 1632 era éste, y que el Papa
consiguió que el proceso se centrara en torno al movimiento de la Tierra,
porque en el otro caso las consecuencias hubieran sido mucho peores. La
denuncia mencionada existió, pero parece demasiado exagerado centrar ahí los
problemas de Galileo. Esta cuestión pone de manifiesto, sin embargo, que la
nueva física venía acompañada por una filosofía mecanicista que, en parte,
chocaba con la filosofía y la teología generalmente admitidas, y es cierto que
este problema continuó vivo durante mucho tiempo e incluso sigue vivo, en
parte, en la actualidad.
El
caso Galileo no afectó seriamente al progreso de la ciencia. La semilla que
Galileo plantó dio fruto inmediatamente, también en Italia. Al cabo de pocas
décadas, Newton llevó la física moderna hasta su nacimiento definitivo, y el
trabajo de Galileo quedó bien asentado.
Por
fin, es interesante señalar que no ha existido ningún otro caso semejante al de
Galileo. El caso Galileo no es un caso entre otros del mismo tipo. El caso más
semejante es el del evolucionismo, pero la teoría de la evolución, dentro de su
ámbito científico, nunca ha sido condenada por ningún organismo de la Iglesia
universal. Si se intenta poner en el mismo nivel que el caso Galileo asuntos
como el aborto, la eutanasia, la bioética, etc., debe advertirse que, si bien
esos problemas incluyen componentes relacionados con la ciencia, no son
problemas propiamente científicos, sino, como máximo, de aplicación de los
conocimientos científicos. Pero esto exigiría una reflexión específica que va
más allá de los objetivos que aquí me he propuesto.
Referencias:
Le
Opere di Galileo Galilei, 20 volúmenes, reimpresión, G. Barbèra Editore,
Firenze 1968. Los documentos del proceso se encuentran en el tomo XIX, pp.
272-421, y también han sido editados por Sergio Pagano: I documenti del
processo di Galileo Galilei, Pontificia Academia Scientiarum, Ciudad del
Vaticano 1984.
Autor:
Mariano
Artigas
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