EL DESPENADOR
EL DESPENADOR
Bordeaba los
cinco años de edad cuando mi abuelita materna
Rosalía, por medio de señas apremiantes, me pidió acercarme donde se
encontraba ella, sentada en una inveterada butaca elaborada de recio cedro,
tapizado a su vez con una lona gruesísima como las usadas en el velamen de los
navíos de propulsión eólica; a este viejo armatoste lo había ubicado estratégicamente
cerca a la puerta del corral para aprovechar la tibieza de los rayos matinales, que irradiando su luz pletórica le iluminaba
su rostro trigueño ajado por los mil sacrificios y desvelos que había sufrido
hasta muy entrada su madurez, sacrificios necesarios para proveer del sustento
a su numerosa prole, hoy, menguada y reducida a su mínima expresión producto de
las vicisitudes de la vida o de los zarpazos que la muerte agazapada enviaba
furtivamente.
Presuroso y
solícito me acuclillé frente a ella, más intrigado que curioso. Ella se caló
esos lentes que poco le servían ya para
la lectura, debido a que la focalidad de éstos ahora estaban tan desfasadas en relación a sus ojos centenarios
e indagadores que habían adoptado una tonalidad gris acuosa como el cielo
limeño, ojos cansados de ver las miles de peripecias que pasaban sus vecinos y
seres queridos sumergidos en una vorágine repetitiva de un nunca acabar en
nuestro republicano país.
Mi abuelita
acercó intempestivamente su rostro al mío y envolviendo un rosario en su mano
derecha, me narró esta historia la cual les transmito a ustedes según tal
recuerdo, con sus palabras y modismos:
“Debes saber
hijito que en mi tierra había una persona que se dedicaba al triste pero
necesario oficio de aliviar las penas de los moribundos cuando éstos ya estaban
a punto de entregar su alma al Todopoderoso, entonces era la familia quienes se
reunían y le enviaban buscarle para acelerar la muerte del agonizante.
Pero no te
hagas la idea que los familiares trataban por todos los medios de acelerar la
muerte de sus agonizantes, no hijito, no es así, primero se le llamaba al
curandero, quien después de invocar a los Jircas1 procedían a curarle con coca, keroseno, roncito y
otras hierbas de su conocimiento bajo la forma de bebidas y emplastos. Pero si
el doliente aún se resistía a curarse o el daño era fuerte, la familia entonces
preparaba las viandas más apetecidas por el enfermo, invitaban a todos los
vecinos y se ponían a comer delante de él, exagerando lo rico que estaban las
papas sancochadas con los ollucos hervidos, alababan al ají recién molido que
por cucharadas diluían con el tocus2,
bebían en panzudos vasos la chicha de maíz tierno fermentado y escogían del huallqui3 las hojas de coca con pintas verdes que son las más
deliciosas y las que mejor se prestan para ver el futuro, y se las llevaban a
la boca aderezándolas con cal, para
terminar bebiendo a grandes tragos ischcay realgota4. Si después de tres días de tentar al moribundo con
los platillos y las bebidas más apreciadas por él, no había ningún signo de
mejoría, entonces la familia, ya con los bolsillos casi vacíos por los gastos
realizados, se reunía y acordaban enviar a buscar al despenador.
El
despenador era un cholo5
macizo, pequeño pero de hombros anchos, su nariz ganchuda y la frente muy
estrecha, los pelos enmarañados casi le tapaban los ojos, que siempre paraban rojizos producto del consumo
frecuente de aguardiente. Un sombrero viejísimo de jipijapa cubría su cabeza,
en tanto que su cuerpo estaba cubierto por un poncho rotoso en varias partes
dejando expuesta su piel morena y sucia. Las manos lucían sumamente enormes
para el pequeño cuerpo del hombrecito, los pantalones deshilachados a mitad de
muslos dejaban ver su gigantesca rodilla derecha, toda callosa y endurecida de
tanto golpear y destrozar rocas aledañas a su cabaña, y necesitaba practicar de
esa manera, pues su rodilla era su herramienta de trabajo. Cerca de él, no se
le apartaba por ningún motivo un perro legañoso y carachoso6 con la cola parecida a la de una serpiente y rematado
en un penacho de cerdas a la manera de un puerco, ladraba nerviosamente ante la
presencia de cualquier persona o alimaña, y a los impertinente curiosos que
osaban acercarse mucho a la morada de su amo, con un medido mordisco en las
pantorrillas les hacía que se regresaran por donde vinieron.
Los
familiares, advertidos y sin llegar a atreverse a ingresar a la cabaña, llevaban
consigo los dos soles que sabían cobraba el indio con rodilla de karateca y los
depositaban en el suelo, frente a su desvencijada puerta, le dejaban además unos bizcochos a los que el indio era muy aficionado
como un guagua7, y una
botellita de agua de florida llena de aguardiente…y sin darle la espalda, los
parientes del moribundo se retiraban con la cabeza casi tocando el suelo en una
profunda reverencia y se allegaban hasta
donde estaban sus caballos y demás acémilas, montando en ellas y cabalgando de
regreso como almas perseguidas por el diablo no sin después de haberle indicado
a gritos desde donde estaban, la dirección de la casa a visitar.
A las dos o
tres horas, la pequeña pero cuadrada figura del despenador se recortaba a
trasluz en la puerta de la casa de la familia doliente... El Ángel de la muerte
se acercaba a la cabecera del moribundo con paso cansino y si estaba consciente
aun, le preguntaba:
-¿Sufres
mucho hermano?
-Sí sufro
hermano…
-¿Deseas que
te ayude hermano?
-Hazlo por
caridad hermanito…
-Entonces
perdóname por lo que voy a hacer, encomiéndate a la Santísima Virgen y a todos
los Santos, muy pronto veras al Taita8
Dios.
Y levantando
con una mano la cabeza, flexionábala
sobre su pecho, le hundía la uña gruesa y desconchada de su pulgar de la mano
en la horquilla del esternón, mientras que la gruesa rodilla se aplastaba
contra la boca del estómago.
Solo unos
segundos bastaba… y el moribundo ya se convertía en finadito…
Después de
hecho su oficio, el despenador se
retiraba de la casa mientras los dolientes la abrían paso no sin antes hacerle
gestos de asco con la cara.
El último de
los despenadores que anduvo por mi tierra murió en los años 50, pero para mí, no
creo que haya sido el último…así es mi shullkita9, así es mi cholo guañón10.”
Demás está
decir que por varias noches no pude conciliar el sueño…
VOCABULARIO:
1.- JIRCAS: Deidades andinas, representadas por las montañas, a quienes
se les invocaban para todo tipo de empresas y se les rendían homenajes como si
de personas de trataran. Los creyentes manifestaban que regularmente visitaban
los poblados a cuyas laderas se asentabas las poblaciones adoptando la
apariencia de ancianos o mendigos (JIRCA YAYAG: Señor Dios), para saber de la
bondad de sus protegidos.
2.-TOCUS: Caldo de papas.
3.-HUALLQUI: Bolsa tejida de lana con un asa larga que se cuelga del
hombro o se cruza alrededor del pecho. Es usada exclusivamente por hombres.
4.-ISHCAY REALGOTA: Un real de aguardiente.
5.-CHOLO: Del vocabulario Yunga, con él se designaba a los jóvenes;
actualmente, se le utiliza como término despectivo.
6.-CARACHOSO: Que padece de sarna.
7.- GUAGUA: niño.
8.-TAITA: Señor.
9.-SHULLKA: El último de los hijos.
10.-GUAÑÓN: “Chocho”, consentido.
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