LA ÚLTIMA IGNOMINIA A JESÚS. PERCY ZAPATA MENDO.

LA ÚLTIMA IGNOMINIA A JESÚS





       Ya casi era media tarde. Jesús enclavado en el madero, se encontraba en los preludios de la muerte, agonizando; de rato en rato los músculos de sus piernas se retorcían con los calambres de un dolor intenso, y en su hermoso rostro, hermoso aún en las convulsiones de su prolongada tribulación, hacía unas muecas de agudo sufrimiento... ¿Por qué su Padre el Todopoderoso, no le enviaba, como un consuelo, la caricia paralizadora de la muerte?... le parecía que el horizonte iluminado por rojiza luz se dilataba inmensamente. Poco a poco el sol vespertino rojizo iluminó con sarcástica magnificencia sus carnes enflaquecidas, las oquedades espasmódicas que se formaban en su vientre y en sus flancos y piernas, sus llagas y sus heridas, su rostro desencajado y angustioso encasquetado en esa infame corona de espinos...

-¡Padre mío!, ¿Por qué me has abandonado? ¿Por qué esta burla cruel de la naturaleza?

         Los otros dos crucificados habían muerto hacía ya tiempo, y estaban rígidos y helados, expresando en sus rostros la última sensación de la vida; el uno tenía congelada en los labios una mueca horrorosa de maldición; el otro una sonrisa de esperanza. ¿Por qué habían muerto ellos o él, el Hijo de Dios, no? ¿Se le reservaba una nueva expiación? ¿Quedaba aún un resto de amargura en el cáliz del sacrificio que le fue mostrado en el huerto de Getsemaní?...

         En aquel momento, oyó Jesús una carcajada espantosa que venía de detrás del madero. ¡Oh! Esa risa, que parecía el aullido de una hiena hambrienta, la había él oído durante cuarenta noches en el desierto. Ya sabía quién era el que se burlaba de su dolorosa agonía: Satán, Satán que infructuosamente le había tentado durante cuarenta días en el desierto ofreciéndole riquezas y al propio mundo, con sólo postrarse y rendirle pleitesía como si de Dios auténtico se tratase esta Serpiente Original. Estaba allí a su espalda, encaramado a la cruz; sentía que su aliento corrosivo le quemaba el hombro martirizando las desolladuras producto de cargar hasta casi el desfallecimiento la pesada cruz de madera. Oyó su voz burlona que le decía al oído:

         - ¡Pobre visionario! has sacrificado tu vida a la realización de un ideal estúpido e irrealizable. ¡Salvar a la Humanidad! ¿Cómo has podido creer, infeliz joven, que la arrancarías de mis garras, si desde que surgió el primer hombre, la humanidad está muy a gusto entre ellas? Sabes, ¡Oh desventurado mártir! que yo soy la Carne, que yo soy el Deseo, que yo soy la Ciencia, que yo soy la Pasión, que yo soy la Curiosidad, que yo soy la Intolerancia, que soy la Obstinación, que soy la Franqueza vestida con el Hábito de la Ignorancia, que soy la Aparente Sensibilidad ante la gente mientras que no hago nada por remediar las Injusticias mirando hacia el costado , que yo soy aquel que cita la Biblia que tu Padre inspiró a sus profetas y sin embargo no practico nada de lo que está escrito en ella, que yo soy todas las energías y estímulos de la naturaleza viva, que yo soy todo lo que invita al hombre a vivir... ¡Loco empeño y recia vanidad es el querer aniquilar en el futuro lo que yo sabiamente he labrado en un pasado eterno!...

         La lengua de Jesús estaba ya paralizándose, la sentía reseca y plagada de la menuda arena del desierto del Medio oriente, en tanto que el frío de la muerte le iba invadiendo como una marea... Hizo un poderoso esfuerzo para hablar:

         - El que oyere mis palabras y creyere en El que me envió, tendrá vida eterna y no vendrá a juicio y pasará de la muerte a la vida.

         - Sí, pasará a la Vida estéril y fría de la Nada... La Vida es Hermosa y hay que vivirla con Alegría, y tu doctrina es de muerte, Nazareno. Tu recuerdo perdurará entre los hombres; los hombres te adorarán y ensalzarán tu doctrina, pero tú habrás muerto, y yo, que siempre vivo, que soy la vida misma, malograré tu divina urdimbre deslizando en ella astutamente uno solo de mis cabellos... ¡Oh, Maestro… no es eso lo que tú querías!, por cierto; tú querías salvar a la Humanidad y no la salvarás…¡Porque la salvación que tú ofreces es la muerte y la Humanidad quiere vivir, y la vida es mi aliento!. La vida es hermosa, iluso profeta... ¿Quieres vivir para velar tú mismo por la integridad y pureza de tu Buena Nueva? Yo te daré la vida con todas sus glorias, venturas y placeres; yo te daré de mis manos...

         El pecho de Jesús se convulsionaba en los últimos estertores de la agonía, sus párpados, tumefactos por la salvaje golpiza a la que había sido sometido previamente, se cerraban como si los pecados de todos los hombres gravitaran sobre ellos como el peso de gigantescos bloques de piedra; quiso responder con una energía negativa, no pudo; su garganta se había helado.

         - Todo ha concluido -murmuró Satán con rabia sorda- ¡Ah, no!, Aún tienes un segundo de vida para que contemples tu obra a través de los siglos. Mira, Nazareno, mira...

         En el espasmo supremo del último instante, Jesús abrió desmesuradamente los ojos y vio, vio a ambos lados de su cabeza, los brazos extendidos de Satán evocando sobre el cielo gris una visión desconsoladora. Vio en el cielo, hacia el Oriente, su propia persona orando en el huerto de Getsemaní; copioso sudor bañaba su rostro y su cuerpo; de pronto una aparición súbita y luminosa le llenó de congoja y de placer; un ángel enviado por su Padre le ofreció un cáliz de oro lleno de acíbar hasta los bordes: “¡Padre mío, lo beberé hasta las heces!”, y lo bebió sellando así el compromiso de redimir a la Humanidad. Y la viva luz que despedía el enviado de su Padre le arrancaba del cuerpo una sombra inmensa, una larga y obscura cauda que llegaba hasta el cielo de Occidente, a través de muchos siglos, de muchas rayas, de muchas ciudades. Y lo primero que aparecía bajo esa enorme sombra que cubría el tiempo y el espacio, fue la cumbre de un norte en donde él, Jesús moría crucificado entre dos ladrones. Y seguía después de infinidad de perfidias, de luchas, de cismas, persecuciones y controversias entre los que creían entender su hermosa doctrina y los que no la entendían. Y vio transportarse a Roma, la Eterna Ciudad, el núcleo de los adeptos a la Buena Nueva. Y vio una larga serie de ciudades irredentas, las que, a pesar de que ostentaban elevadas al cielo las agujas de mil catedrales, templos, sinagogas y mezquitas, eran hervidero de todos los vicios más infames y de las pasiones más bajas. Y en todas partes veía pulular, no ya como símbolos, sino como seres reales, reproducidos hasta el infinito, pero con rostros distintos, a esas dos mujeres de Ezequiel: Oholá y Oholibá. Las veía en los conventos, en las cortes, en las calles, en los templos. Y todas llevaban al cuello collares, cintas o hilos que sostenían una cruz, o flautas, panderetas, y tambores. Y vio abadías, templos, mezquitas, sinagogas y otras construcciones de múltiples religiones que las erigieron en su nombre, que bullían por doquier y parecían colonias de Gomorra, y vio fiestas religiosas que parecían saturnales. Y guerras, matanzas y asesinatos que se hacían en su nombre, en nombre de la paz, del amor al prójimo, de la piedad, de esa piedad infinita que llevó al sacrificio. Y así como sus compatriotas se burlaban de él, cuando Anás, le condenó a ser azotado y cuando el Procónsul le envió a la muerte, así también las nuevas ciudades se burlaban de su doctrina, sólo que lo hacían en unos idiomas extraños, en los que las palabras tenían cuerpo de plegaria y alma de ironía. En los confines últimos del horizonte vio levantarse una ciudad llena de cúpulas, de chimeneas fumantes, de alambres, de torres altas, como la de Babel, y de construcciones extrañas; eran esas ciudades capitales, de allí salía un murmullo de hervidero. Un sumo religioso, que era el mismo Satán disfrazado, subió al púlpito y dirigiéndose a él dijo: -“Nazareno, has sido un sublime visionario… creíste redimirnos y no nos han redimido. Su Majestad, El pecado reina hoy tan omnipotente como antes y más que antes. El pecado original, de cuya mancha quiste lavarnos, es nuestro más deleitoso y adorado pecado…Ya no eres sino un nombre convencional, Nazareno...tu nombre será citado y con él las palabras Fe y Esperanza, pero nadie practicará lo que has predicado Galileo” y un inmenso rumor de risas de placer y de locura corearon la voz del orador. Más allí otra ciudad. Salk Lake City, un hermano mayor o anciano o pastor o profeta semejante al anterior repitió las mismas palabras; y la Ciudad Eterna, Berlín, San Petersburgo, Madrid, Washington y mil ciudades más le repitieron lo mismo en mil lenguas distintas. De pronto las ciudades se iluminaron como incendiadas; se oyó el estampido de los cañonazos y el ruido ensordecedor de un jolgorio loco, de las fiestas que eran vividas y disfrutadas en “forma sana” pero que el desenlace de ellas eran de índole contrapuesta. La Humanidad despedía el siglo XX y saludaba el siglo XXI con las mismas falencias de virtud. Jesús no quiso o le faltaron las fuerzas para ver el futuro afrentoso de las razas que su Padre creó. Levantó la mirada al cielo y vio allí proyectada la silueta extraña de un individuo escuálido en macilento caballo... Era el Ángel de la Muerte que describiría después Juan en el Apocalipsis.

         Y Jesús expiró y no pudo ver el desenlace final; sus hermosos ojos claros quedaron desmesuradamente abiertos, y en sus pupilas se reflejaba duplicado aquel vasto panorama de la ironía de su sacrificio a través del tiempo y del espacio. Bajó Satán del madero a contemplar al Hijo de Dios en su totalidad; en las azules pupilas del Salvador permaneció estereotipado el cuadro cruel que le había mostrado el demonio.

         ¿Fue piedad o impiedad? Satán volvió a encarnarse en el madero, y con su oprobiosa mano cerró los párpados de la divina víctima.


         Y luego despareció en el aire en medio de un estruendoso retumbo generado por la implosión del vacío.

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