LA CAÍDA DEL TAHUANTINSUYO. PERCY ZAPATA MENDO.
LA CAÍDA DEL TAHUANTINSUYO
He leído con cierto asombro y
desasosiego en algunos foros de historia, las conclusiones facilistas a la que
llegan algunos al decir, que los Incas fueron avasallados por “sólo 80
españoles, lo cual demuestra su probada cobardía lejos de otros pueblos de
América, que le resistieron por décadas”. Esta conclusión ligera, es una
garrafal falacia, un típico ejemplo de argumentum ad antiquitatem 1.
Pero permítanme explicar el porqué de mis aseveraciones.
La derrota en Cajamarca no se explica
simplemente por el arrojo de los españoles ni por el miedo de los indios.
Tampoco se explica por los factores sobrehumanos alegados por ambas partes: ni
el milagro del apóstol Santiago ayudando con su espada formidable a los
españoles, ni la profecía de Huayna Cápac de que habla Garcilaso sobre la
próxima terminación del Imperio y venida de unos hombres blancos y barbudos, a
los que debían obedecer. Aunque estas alucinaciones tuvieron poder sobre el
ánimo de ambos pueblos contendientes, no fueron las fuerzas determinantes.
Tampoco fueron los elementos materiales:
las armas y los caballos de los españoles. Es cierto que infundían espanto los
arcabuces y las cargas de caballería, pero la superioridad de armas españolas
estaba compensada en la enorme superioridad numérica de los indios y el espanto
primitivo causado por los caballos desapareció pronto. Los indios trataban de
evitar a éstos eludiendo los llanos, combatiendo en las breñas, abriendo hoyos
en los campos para que se despernancaran los equinos. En el sitio de Cuzco
varios indios se cogían de las colas de los caballos impidiéndoles caminar. En
la campaña de Benalcázar contra Rumiñahui las cabezas de los caballos muertos
eran colocadas en estacas coronadas de flores.
En realidad el Imperio Incaico empezaba
a derrumbarse solo. Era un organismo caduco y viciado, que tenía en su
enormidad territorial el más activo germen de disolución. La grandeza del
Imperio estaba ligada esencialmente a la existencia al frente de él de grandes
espíritus guerreros y conquistadores como los de los últimos Incas, Pachacútec
y Túpac Yupanqui, y, sobre todo, a la conservación de una casta militar, sobria
y virtuosa como la de los orejones. Con Huayna Cápac se inició la decadencia.
Huayna Cápac era aún un gran conquistador como su padre y abuelo, pero en él se
presentan y se afirman ya los síntomas de una corrupción. Las victorias
incaicas son más difíciles y lentas, no se siente ya el ímpetu irresistible de
las legiones quechuas. La conquista de Quito es la pérdida del Tahuantinsuyo.
Las tribus se rebelan apenas sometidas y escarmientan a los vencedores. Los
orejones, la invencible y austera casta de los anteriores reinados, educada en
la abstinencia, la privación y el trabajo, había perdido su vigor. Ya no comían
maíz crudo ni viandas sin sal, no se abstenían de mujer durante los ejercicios
preparatorios de su carrera militar, ni realizaban trabajos de mano, ni eran
los primeros en el salto y la carrera. De las clásicas ceremonias instituidas
por Túpac Yupanqui para discernir el título de orejón, sólo conservaban el amor
a la chicha. Mientras más beber, más señor es, llegó a decirse. Los Pastos les
sorprenden y les diezman, después de una victoria, porque según cuenta
Sarmiento estaban «comiendo y bebiendo a discreción». Los cayambis, un pueblo
rudo y desconocido, resisten al ejército incaico, y hacen huir por primera vez
a los orejones, dejando en el campo indefenso y en peligro de muerte al Inca.
Éste tiene que usar para someter a los cayambis métodos que contradicen la proverbial
humanidad de su raza y las tradiciones pacificadoras del Imperio: matanzas de
prisioneros, guerra sin cuartel a mujeres y a niños, incendio y saqueo de
poblaciones. El vínculo federativo que era el sostén del Imperio, no era ya así
libre y voluntario o conseguido por la persuasión, sino impuesto por la fuerza.
La cohesión incaica estaba desde ese momento amenazada por el odio de los
pueblos vencidos y afrentados. Las sublevaciones se suceden y los enormes
cambios de poblaciones ordenadas por Huayna Cápac, verdaderos destierros
colectivos de grandes masas, no hacen sino aumentar el descontento de vasallos
y sometidos.
Sus conquistas, su valor personal, el
respeto supersticioso de sus súbditos, no bastan para ocultar la condición
viciosa y decadente del monarca. Reúne aún las condiciones viriles de sus
antepasados, pero relajadas por su tendencia invencible al placer, al fausto y
a la bebida. Su afán de construir en Tumibamba palacios que superasen a los del
Cuzco, aparte de revelar su frivolidad suntuaria es, por haber provocado el
resentimiento cuzqueño, una de las causas de la disolución del Imperio. Fiestas
y diversiones llenan las últimas etapas de su reinado, transcurrido en la sede
sensual y enervadora de Quito. Bailes y borracheras amenizaban el paso del
cortejo de Huayna Cápac, –formado de aduladores y cortesanos– por todo el Tahuantinsuyo.
El Inca encabezaba estos desbordes livianos. Era "vicioso de mujeres"
dice Cieza, privaban con él los aduladores y lisonjeros y era el primer
borracho del reino. "Bebía mucho más que tres indios juntos" cuenta
Pedro Pizarro, y cuando le preguntaban cómo no perdía el juicio bebiendo tanto,
respondía el viejo Baco vicioso "que bebía por los pobres que él muchos
sustentaba".
Huayna Cápac era, a pesar de estos vicios,
grave, valiente y justiciero. Los indios le querían y le respetaban. "Era
muy querido de todos sus vasallos" dice Pedro Pizarro y Cieza afirma que
"quería ser tan temido que de noche le soñaran los indios". En sus
manos no corría peligro la unidad del Imperio. Pero él creó el germen fatal de
la disolución: una sede rival del Cuzco, en regiones distantes y apenas
conquistadas y al crear la causa de la futura división incaica, allanó el
camino de los españoles. Si la tierra no hubiera estado dividida –dice uno de
los primeros conquistadores– o si Huayna Cápac hubiera vivido, "no la
pudiéramos entrar ni ganar".
La decadencia iniciada, aunque envuelta
en fausto, en el reinado de Huayna Cápac se acentúa a la muerte de éste.
Huáscar, el heredero legítimo, carecía de don directivo y de la firmeza de
ánimo necesaria para conducir tan vasto y heterogéneo Imperio. Su padre le
había creado además un problema político, para ser resuelto por voluntad y
capacidad superiores a la suya. Le faltaba hasta el valor físico para enfrentar
y desarmar con su prestigio de hijo del Sol, a sus enemigos. El estigma de la
indisciplina y la desobediencia se apoderaba de sus vasallos. El espíritu
regional ambicioso de los quiteños, alentado irresponsablemente por la
frivolidad sensual de Huayna Cápac, se alzaba contra él retando su poder.
Cuzqueños y quiteños habían llegado por causa de rivalidad, a odiarse
irreconciliablemente.
Huayna Cápac completó su error no
acordándose, en el devaneo de su vida sensual, de preparar y asegurar la sucesión
normal del Imperio. Con una acción previsora en este sentido, y con el respeto
que le tenían sus súbditos, su decisión testamentaria claramente expresada y
reafirmada, hubiera evitado la confusión y la discordia que sobrevinieron a su
muerte.
No interesa aclarar para éste si dictó a
última hora, como quieren algunos cronistas, por medio de unas rayas pintadas
sobre un bastón su decisión dinástica. Hubiese ordenado en su testamento como
único señor del Imperio indivisible a Huáscar, Ninán Cuyochi o Manco Inca, o
dispuesto la división del Imperio entre Huáscar y Atahualpa, dejándole a aquél
el Cuzco y a éste Quito, la separación del Norte y del Sur se hubiera
irreparablemente producido. Atahualpa no fue sino el nombre propio de una
insurrección regional incontenible contra el espíritu absorcionista y despótico
de la capital: el Cuzco.
Atahualpa, acaso, más audaz e
inteligente que Huáscar, hubiera podido, de haber sido el heredero legítimo y
no un bastardo, contener la disolución del Imperio a base de astucia y de tino
político, de enérgica violencia en último caso, pero no es dable suponer que
llegara a obtener la adhesión sincera y leal del bando cuzqueño. La
insurrección habría estallado tarde o temprano o en su lugar Atahualpa habría
tenido que imponer un sangriento despotismo como el que inauguraron en el
Cuzco, sus generales Quisquis y Calcuchima a raíz de la derrota y apresamiento
de Huáscar.
Cuzqueños y quiteños no formaban ya una
sola nación, eran extranjeros y enemigos. Nacido en el Cuzco o en Quito, de una
ñusta quechua o de una princesa quiteña, Atahualpa criado lejos del Cuzco, de
sus instituciones y costumbres, era un extraño que no merecía la confianza de
la ciudad imperial y de sus ayllus ancestrales.
Otra señal de la disolución era el abandono
de los más fuertes principios de su propia cohesión social. La fuerza y la
estabilidad del Imperio provenían de las sanas normas agrícolas de los ayllus,
trabajo obligatorio y colectivo, comunidad de la tierra, igualdad y proporción
en el reparto de los frutos, tutela paternal de los jefes. Todo esto que había
creado la alegría incaica, en "el buen tiempo de Túpac Yupanqui", era
abandonado con imprevisora insensatez. El Inca y sus parientes, la nobleza
privilegiada, bajo el pretexto de las guerras, habían formado una casta aparte,
excluida del trabajo, parásita y holgazana. En torno de ella se quebraban todos
los viejos principios. El pueblo trabaja rudamente para ellos; tenía que labrar
no solamente las tierras del Inca y del Sol, y las de la comunidad, sino la de
estos nuevos señores. El Inca, rompiendo la unidad económica del Imperio,
obsequiaba tierras a los nobles y curacas, quienes las daban en arrendamiento a
indios que las cultivasen, con obligación de entregar cierta parte de los
frutos. Estas propiedades individuales, dentro de un pueblo acostumbrado al
colectivismo, herían el espíritu mismo de la raza y presagiaban la disolución,
o un ciclo nuevo bajo normas diversas. Los nobles favorecidos trataban de
perpetuar el favor recibido, trasmitiendo la propiedad individual. El reparto
periódico de las tierras se hacía cada vez más formal y simbólico. El Inca o el
llacta camayoc confirmaban cada año a los ocupantes en sus mismos lotes de
terreno, existiendo casi en realidad propietarios de por vida. Lo que se hacía
anualmente era el reparto de lotes adicionales para los hijos que nacían o el
de las tierras llamadas de descanso. Las tierras mejores eran en todo caso las
de los nobles y curacas y éstos no trabajaban. Por allí empezaba a destruirse
el gran Imperio de trabajadores incaicos. En el momento de la llegada de los
españoles, la antigua unidad incaica estaba corroída por tales gérmenes de
división; uno económico, el descontento de clase del pueblo contra la
aristocracia militar dominante, otro político, el odio entre cuzqueños y
quiteños. Todos los primeros testigos de la conquista, acreditaron la
existencia de este último. Pero el malestar social y económico se percibe en el
cronista de mayor intuición y levadura jurídica de los primeros tiempos. Gonzalo
Fernández de Oviedo, después de interrogar acuciosamente a los primeros
conquistadores que regresaban a España, tras de la captura de Atahualpa,
consigna esta impresión inmediata y sagaz: "la gente de guerra tiene muy
sojuzgada a los que son labradores o gente del campo que entienden la
agricultura".
La lucha entre los dos hermanos –Huáscar
y Atahualpa– pone en evidencia todos los males íntimos del Imperio. La traición
y la cobardía, la incapacidad, tejen la trama de la guerra civil. En cada
general indio alentaba un auca o traidor. En el Cuzco se sospechaba de la
fidelidad de Huanca Auqui, el jefe de las tropas de Huáscar, inexplicablemente
derrotado en sucesivas batallas por los generales de Atahualpa, Quisquis y
Calcuchima. Éstos, vencedores arrogantes, no guardan ningún respeto por el
linaje imperial de Huáscar, ultrajan de palabra a la Coya viuda de Huayna Cápac
y a la mujer de Huáscar y exterminan a todos sus parientes hasta las mujeres
preñadas.
"¿De dónde os viene, vieja
presuntuosa, el orgullo que os anima?" dice Quisquis a Mama Rahua Ocllo,
ex emperatriz venerada. El olvido o desdén por las tradiciones incaicas llega,
en este proceso de disolución, hasta la profanación. Atahualpa allana la huaca
de Huamachuco que le presagia mal fin, derriba al ídolo y decapita al
sacerdote. Huáscar desdeñaba las momias de sus antepasados, según Pedro
Pizarro; y Santa Cruz Pachacutic le acusa de haber autorizado la violación de
las vírgenes del Sol. Quisquis y Calcuchima realizan, aun, el mayor desacato
concebible a la majestad de los Incas: la momia de Túpac Inca Yupanqui fue
extraída de su palacio, donde era reverenciada, y luego quemada públicamente.
Pero, la nota más característica de este desquiciamiento, que perfila ya el
desprestigio de la autoridad y el desborde sacrílego, es la acentuación de la
crueldad. Atahualpa escarmienta ferozmente a los cañaris, haciendo abrir el
vientre a las mujeres en cinta, y dar muerte a sus hijos. Sarmiento de Gamboa,
dice que Atahualpa hizo las mayores crueldades, robos, insultos, tiranías,
"que jamás allí se habían hecho en esta tierra". El relato de las
crueldades realizadas por los generales de Atahualpa en el campo y Yahuarpampa
contra los parientes de Huáscar, –mujeres, niños, ancianos–, ahorcados,
ahogados, muertos por hambre, es de una siniestra verdad. El final del Imperio
de los Incas estaba decretado no por el mandato vacío de los oráculos, sino por
el abandono de las normas esenciales de humanidad y severidad moral, y de las
fuerzas tradicionales que habían hecho la grandeza de la cultura incaica.
FUENTE:
Raúl Porras Barrenechea. Publicado en:
Revista de la Universidad Católica del Perú, Lima, mayo de 1935, Año III, N°
13, p. 142-148. Reproducido en la revista Sollertia, año V, Nº VIII, oct.-dic.
de 1990, de donde se toma.
ANOTACIÓN:
1.- El argumento ad antiquitatem
(también llamado apelación a la tradición) es una falacia lógica que consiste
en afirmar que si algo se ha venido haciendo o creyendo desde antiguo, entonces
es que está bien o es verdadero.
Esta falacia asume que las causas que
dieron lugar al comportamiento en la antigüedad continúan siendo válidas; sin
embargo, si las circunstancias han cambiado el razonamiento no es válido.
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