¿PORQUÉ SUFRIMOS?
¿PORQUÉ
SUFRIMOS?
La
pregunta aparentemente sencilla entraña una respuesta compleja. Para hablar del
sufrimiento lo primero que necesitamos es no confundir el plano en que se sitúa
la ciencia y el plano en que se sitúa la teología. Ante todo, parece útil
distinguir el mal físico y el mal moral. El primero lo produce la naturaleza
-va desde los cataclismos hasta las enfermedades y la muerte- y el segundo es
aquel que los hombres provocamos con nuestra conducta: guerras, opresión, etc. La
patogenia, por ejemplo, es una rama de la medicina que estudia cómo se han
producido las enfermedades y su aspiración consiste en determinar la causa de una
dolencia determinada. Puede que lo logre o no, pero de una cosa podemos estar seguros:
Nunca se le ocurrirá cabeza afirmar que es Dios quien hace enfermar a las
personas.
E
igualmente a ningún sismólogo se le ocurrirá afirmar que Dios decidió una
mañana sacudir la tierra; pues ingresando en el ámbito de lo psicológico, “Semejante ´Dios´ -dice Fourez- sería un
verdadero neurótico y lo mejor que podría hacerse por él es recomendarle un
bien psicoanalista”.
En
la obra “Los Hermanos Karamazov”, de Fedor Dostoievski, Iván -después de contar
a su hermano Alíoscha una espeluznante escena:
Un niño de ocho años es devorado por una
jauría de perros en presencia de su madre como castigo por haber lesionado,
jugando, al can favorito de un general- dice “si el sufrimiento de los
inocentes es necesario para alcanzar la eterna armonía, demasiado cara han
tasado esa armonía; no tenemos dinero bastante en el bolsillo para pagar la
entrada. Así que me apresuro a devolver mi billete. Y cualquier hombre honrado
tendría que hacer eso mismo cuanto antes. No es que no acepte a Dios, Alíoscha,
pero le devuelvo con el mayor respeto mi billete”.
Más
profundo es el célebre dilema de Epicuro sobre el que tendremos que volver
después, cuando estemos en condiciones de darle una respuesta:
“O Dios quiere evitar el mal, pero no
puede, y entonces es impotente; o puede y no quiere, y entonces es malo; pero
tanto en un caso como en otro no sería Dios”.
No
vendrá mal, antes de seguir adelante, recordar una antigua leyenda noruega:
“El viejo Haakón cuidaba una cierta
ermita. En ella se conservaba un Cristo muy venerado que recibía el
significativo nombre de «Cristo de los Favores». Todos acudían a él para
pedirle ayuda. Un día también el ermitaño Haakón decidió solicitar un favor y,
arrodillado ante la imagen, dijo:
-Señor, quiero padecer por ti. Déjame
ocupar tu puesto. Quiero reemplazarte en la cruz. Y se quedó quieto, con los
ojos puestos en la imagen, esperando una respuesta. De repente -¡oh,
maravilla!- vio que el Crucificado comenzaba a mover los labios y le dijo:
-Amigo mío, accedo a tu deseo, pero ha
de ser con una condición; que, suceda lo que suceda y veas lo que veas, has de
guardar siempre silencio.
-Te lo prometo, Señor.
Y se efectuó el cambio. Nadie se dio
cuenta de que era Haakón quien estaba en la cruz, sostenido por los cuatro
clavos, y que el Señor ocupaba el puesto del ermitaño. Los devotos seguían
desfilando pidiendo favores y Haakón, fiel a su promesa, callaba. Hasta que un
día...
Llegó un ricachón y, después de haber
orado, dejó allí olvidada su bolsa. Haakón lo vio, pero guardó silencio.
Tampoco dijo nada cuando un pobre, que vino dos horas más tarde, se apropió de
la bolsa del rico. Y tampoco dijo nada cuando un muchacho se postró ante él,
poco después para pedir su protección antes de emprender un viaje. Pero no pudo
contenerse cuando vio regresar al hombre rico quien, creyendo que era ese
muchacho el que se había apoderado de la bolsa, insistía en denunciarlo. Se oyó
entonces una voz fuerte:
-¡Detente!
Ambos miraron hacia arriba y vieron que
era la imagen la que había gritado. Haakón aclaró cómo habían ocurrido
realmente las cosas. El rico quedó anonadado y salió de la ermita. El joven
salió también porque tenía prisa para emprender su viaje. Cuando por fin la
ermita quedó sola, Cristo se dirigió a Haakón y le dijo:
-Baja de la cruz. No vales para ocupar
mi puesto. No has sabido guardar silencio.
-Señor -dijo Haakón confundido-, ¿cómo
iba a permitir esa injusticia?
Y Cristo le contestó:
-Tú no sabías que al rico le convenía
perder la bolsa, pues llevaba en ella el precio de la virginidad de una mujer.
El pobre, en cambio, tenía necesidad de ese dinero e hizo bien en llevárselo.
En cuanto al muchacho último, si hubiera quedado retenido en la ermita no
habría llegado a tiempo de embarcar y habría salvado la vida, porque has de
saber que en estos momentos su barco está hundiéndose en alta mar”.
Hasta
aquí la leyenda. Naturalmente, no debemos interpretarla como invitación al
fatalismo: “pase lo que pase, más vale no
actuar”; sino como una llamada a no maltratar el misterio. A nosotros nos
faltan demasiados datos para atrevernos a juzgar la conducta de Dios. Es
necesario, sin duda, procurar comprender hasta donde podamos -y es lo que vamos
a intentar en estas páginas- , pero después será también necesario saber
guardar respetuoso silencio ante un misterio que supera nuestra capacidad. “Ahora vemos confusamente, como en un espejo
de adivinar -decía Pablo-, mientras que entonces (en el último día) veremos
cara a cara” (1 Cor 13, 12).
Job,
aquel hombre, tan duramente probado por el sufrimiento, pronuncia un largo
alegato, a lo largo del cual las quejas contra Dios se entrecruzan con las
manifestaciones de confianza, y por fin concluye su discurso con un grito
desafiante: “¡Aquí está mi firma!, que
responda el Todopoderoso; que mi rival escriba su alegato” (31, 35). Pero,
para sorpresa suya, cuando Dios toma por fin la palabra, en vez de responder a
sus interrogantes le lanza a su vez una catarata de preguntas: “¿Dónde estabas cuando cimenté la tierra?
Dímelo, si es que sabes tanto. ¿Quién señaló sus dimensiones? -si lo sabes-, ¿o
quién le aplicó la cinta de medir? (...) ¿Has mandado en tu vida a la mañana o
has señalado su puesto a la aurora? (...) ¿Has entrado por los hontanares del
mar o paseado por la hondura del océano?, etc., etc.” (caps. 38-41).
Job
comprende lo que Dios quiere darle a entender y exclama: “Me siento pequeño, ¿qué replicaré? Me taparé la boca con las manos. He
hablado una vez, y no insistiré. Dos veces, y no añadiré nada» (40, 4-5). Sin
duda, a Job le quedan todavía muchos interrogantes. Casi nos atreveríamos a
decir que todos. Pero ahora comprende que, si decidió fiarse de Dios cuando le
comprendía, tiene también sentido seguir confiando en El, con un acto de fe
desnuda, incluso en aquellos momentos en que no acaba de entenderle.
El
mal físico es una consecuencia de la finitud. Para que el agua, por ejemplo,
produzca todos sus buenos efectos (apagar la sed, regar los campos, etc.) tiene
que ser agua. Pero si es agua, también pueden seguirse consecuencias negativas,
como que uno se ahogue en ella. Los pies del caballo son magníficos para correr
pero no le permiten coger cosas. Nuestras manos, en cambio, son idóneas para
coger cosas, pero no sirven para correr. La lluvia es muy buena para el
agricultor, pero perjudica a los excursionistas... En definitiva, que una
característica de la finitud consiste en que cada perfección resulta también un
límite. No se puede ser todo a la vez, igual que un círculo no puede ser a la
vez un cuadrado. Quizás el “círculo cuadrado” sería la criatura perfecta, pero
eso nos indica que imaginar un mundo donde el mal no tuviera cabida sería tanto
como imaginar un mundo infinito. Por eso sólo Dios puede estar totalmente,
libre del mal físico.
El
mal moral es una secuela del abuso que hacemos de la libertad. El hombre no se
distingue del animal solamente por su inteligencia, sino también porque es
capaz del mayor altruismo y de la más refinada crueldad. De hecho, si somos
sinceros tendremos que reconocer que una gran parte de los males que deploramos
son producto directo de la voluntad humana. Homero, en La Odisea, hace decir a
Zeus: “Los mortales se atreven, ¡ay!,
siempre a culpar a los dioses porque dicen que todos sus males nosotros les
damos; y son ellos los que, con sus locuras, se atraen infortunios que el
Destino jamás decretó”.
Así,
pues, unos sufrimientos provienen de la condición finita de los seres humanos y
otros del mal uso que hacen de su libertad. Pero, si esto es así, parece
necesario concluir que Dios no podía crear seres humanos totalmente libres de
sufrimientos, porque el ser humano no puede dejar de ser a la vez finito (a
diferencia de Dios) y libre (a diferencia de los animales). La alternativa para
el Creador no consistía en crear a los seres humanos expuestos al sufrimiento o
crearlos protegidos de él, sino en crear a los seres humanos expuestos al
sufrimiento o no crearlos en absoluto. Como decía Bemard Shaw, “el mundo no hubiera sido creado si su
Hacedor hubiese temido causar trastornos”.
En
este sentido es correcto decir que Dios no quiere el mal, pero lo permite
porque sabe que es una consecuencia inevitable de la creación. Dios debió
considerar que, a pesar de todo, el mundo valía la pena. Y, de hecho, si
exceptuamos algunas corrientes filosóficas como el existencialismo de la
postguerra, el conjunto de los seres humanos también consideran que, a pesar de
todos los pesares, es mejor vivir que no vivir.
Una
comprobación empírica – a menos que traten de poner en duda la historicidad de
la Biblia como fuente histórica - de que Dios no quiere el mal es que
Jesucristo “recorría las ciudades y
aldeas curando todos los males y enfermedades en prueba de la llegada del Reino
de Dios”. Con ello estaba manifestando cómo sería una humanidad sometida
totalmente al señorío divino.
Sin
embargo, muchos más enfermos había en Israel. ¿Por qué Jesús sólo realizó 23
curaciones milagrosas? Incluso hoy, ¿por qué Dios no evita milagrosamente los
sufrimientos más insoportables? En mi opinión la respuesta sólo puede ser ésta:
Porque el recurso habitual al milagro es incompatible con la dignidad humana.
Lo
explicó muy bien Tagore por lo que se refiere al mal físico:
“Un día que paseaba bajo un puente, el
mástil de mi barco chocó contra uno de los arcos. No hubiera ocurrido nada si
el mástil se hubiera inclinado varios centímetros, o si el puente se hubiera
levantado como un gato que se arquea, o si el nivel del río hubiera descendido
un poco. Ninguno de ellos hizo nada para ayudarme. Y precisamente por esta
circunstancia podía yo servirme del río y navegar por él utilizando el mástil
del barco, y cuando la corriente no me era favorable podía contar con el
puente. Las cosas son lo que son, y nos es preciso conocerlas si queremos
servirnos de ellas; y para eso es necesario que obedezcan a leyes físicas y no
a nuestros caprichos”.
Ese
ejemplo muestra claramente que, gracias a que Dios ha dotado a la naturaleza de
leyes fijas, y las respeta sin interferir en ellas con los milagros, el hombre
puede estudiarlas y dominarlas poco a poco con su esfuerzo. Un Dios que se
dedicara a levantar milagrosamente los puentes para evitar que los mástiles
demasiado altos se quebraran, haría de nosotros “hijitos de papá Dios»; no nos tomaría en serio.
Tampoco
nos tomaría en serio un Dios que se empeñara en evitar milagrosamente el mal
moral. ¿En qué quedaría la libertad si cada vez que yo quisiera insultar a
alguien, las palabras no me salieran de la garganta; o si al empuñar el machete
se transformara en una flor?
Otra
parábola -la del hombre de las manos atadas- puede ayudarnos a verlo mejor:
“Érase una vez un hombre como los demás.
Un hombre normal. Tenía cualidades positivas y negativas. No era diferente. Una
noche, repentinamente, llamaron a su puerta. Cuando abrió se encontró a sus
enemigos. Eran varios y habían venido juntos. Sus enemigos le ataron las manos.
Después le dijeron que era mejor así; que así, con sus manos atadas, no podría
hacer nada malo. (Se olvidaron decirle que tampoco podría hacer nada bueno). Y
se fueron dejando un guardián a la puerta para que nadie pudiera desatarle.
Al principio se desesperó y trató de
romper las ataduras. Cuando se convenció de lo inútil de sus esfuerzos intentó
acomodarse a su nueva situación. Poco a poco consiguió valerse para seguir
subsistiendo con las manos atadas. Inicialmente le costaba hasta quitarse los
zapatos. Hubo un día en que consiguió liar y encender un pitillo. Y empezó a
olvidarse de que antes tenía las manos libres. Mientras tanto su guardián le
comunicaba día tras día las cosas malas que hacían en el exterior los hombres
con las manos libres. (Se le olvidaba decirle las cosas buenas que hacían esos
mismos y otros hombres con las manos libres). Pasaron muchos años. El hombre
llegó a acostumbrarse a sus manos atadas. Y cuando su guardián le señalaba que
gracias a aquella noche en que entraron a atarle, él, el hombre de las manos
atadas, no podía hacer nada malo (no le señalaba que tampoco podía hacer nada
bueno), el hombre empezó a creer que era mejor vivir con las manos atadas.
Además, estaba tan acostumbrado a las ligaduras...
Pasaron muchos, muchísimos años. Un día
sus amigos sorprendieron al guardián, entraron en la casa y rompieron las
ligaduras que ataban las manos del hombre. ´Ya eres libre´ le dijeron. Pero
habían llegado demasiado tarde. Las manos del hombre estaban totalmente atrofiadas”.
Así,
pues, el recurso habitual al milagro parece incompatible con la dignidad de los
seres humanos. “Un Dios -escribía
Nietzsche- que en el momento oportuno corta el resfriado, o induce a uno a
subir al coche en el instante preciso en que empieza a llover a cántaros
debería antojarse un Dios tan absurdo que, si existiese, habría que abolirlo”.
¿Debemos
suponer, entonces, que a Dios le resulta indiferente nuestro sufrimiento como
reza la poesía “Los Heraldos Negros”
de César Vallejo? Total, “como El no
sufre”... Pero, ¿quién ha dicho que Dios no sufre? Desde luego, Platón y
Aristóteles (para quienes el sufrimiento manifiesta siempre alguna
imperfección), pero no la Biblia. Allí se afirma claramente que Dios sufre
cuando el hombre sufre: “me da un vuelco
el corazón, se me estremecen las entrañas” (Os 11, 8); “se han conmovido mis entrañas” (Jer 31, 20)... Y que nadie diga
que eso son antropomorfismos, porque también son antropomorfismos las imágenes
del Dios impasible que nos legó la filosofía griega.
Y
es que un Dios a quien no le afectara el dolor de los hombres; a quien le
resultara indiferente lo que ocurrió en Auschwitz o lo que ocurre en cada cama
de hospital, no sería Dios. (Aclaremos que el sufrimiento de Dios del que habla
el cristianismo no se debe a ninguna imperfección de su ser -como temían Platón
y Aristóteles-, sino que es una consecuencia de su amor a los hombres. Dios no
es atrapado por el sufrimiento, como nosotros, sino que se deja libremente
alcanzar por él. Sufre por amor).
Entonces,
si a Dios le importa tanto el sufrimiento de los hombres, ¿cómo no hace algo
por evitarlo? En mi opinión, la única respuesta correcta es que hace todo lo
que puede hacer... sin suprimir nuestra dignidad:
·
Ha puesto en
nosotros la inteligencia para que, estudiando las leyes de la naturaleza,
podamos vencer poco a poco los males físicos. “Creced, multiplicaos, llenad la tierra y sometedla”, dijo a la
humanidad (Gen 1, 28).
·
Y nos ha
redimido, llenándonos de su Espíritu, para vencer el mal moral, de forma que
algún día empleemos la libertad para hacer el bien, y no para hacernos daño
unos a otros. “Porque, hermanos, habéis
sido llamados a la libertad; sólo que no toméis de esa libertad pretexto para
hacer el mal; antes al contrario, servíos por amor los unos a los otros” (Gal
5, 13).
Es
decir, Dios ha querido luchar contra el mal a través de nosotros. Recordemos
otra vez el dilema de Epicuro porque ahora estamos en condiciones de
contestarle: “O Dios quiere eliminar el
mal -decía- pero no puede, y entonces es impotente; o puede y no quiere, y
entonces es malo; pero tanto en un caso como en otro no sería Dios”.
La
respuesta es:
¡En
efecto, Dios no puede suprimir el mal de repente sin anular al hombre!. Nos ha
tomado tan en serio que sólo acepta vencer el mal cuando sea simultáneamente nuestra
propia victoria.
Ese
fue el descubrimiento de aquel “Job del
siglo XX” creado por Lippert:
“Cual relámpago me llega ahora una
ardiente luz: ¿Será éste acaso tu propósito, tu maravilloso pensamiento: Que Tú
sólo cierres tus puertas para que yo abra las mías de par en par de modo que
los desdichados puedan venir a mí y a cada hombre que esté dispuesto a llorar
con ellos...? ¿Será posible que todas las puertas que quieras dejar abiertas a
los pobres y desdichados las hayas puesto en el corazón de tus santos? ¿Que
sean ellos quienes, por tu encargo y voluntad, y en tu nombre, recojan todas
las penas y escuchen todas las oraciones? Ah, entonces debo callar; entonces la
quejumbrosa pregunta que te hice se tornaría en una anonadante acusación contra
mí. ¿No escuchas, pues, nuestras preces?, te he preguntado; pero debería haber
dicho: ¿Escucho yo las súplicas de todas tus oraciones? ¡Padre! ¡Señor y Dios!
Ya veo lo que tengo que hacer, y me espanta la tarea: Tengo que hacerte bueno”.
Aunque,
quizás, más que “hacer bueno” a Dios deberíamos decir “hacerle poderoso”. De
acuerdo con lo escrito hasta aquí podríamos afirmar que la omnipotencia es un
atributo escatológico de Dios. Se hará patente al final de los tiempos.
Mientras en el mundo le quede algún poder al mal, Dios no es todavía “todopoderoso”;
no todo está sometido a su señorío.
En
ese caso, viene bien una frase que pronunciamos los católicos al hacer la Señal
de l Cruz: “Líbranos, Señor, Dios nuestro”
Fuentes:
1.
FLAUBERT, Gustave, Madame Bovary, Círculo de Lectores, Barcelona, 1965, p. 296.
2.
FOUREZ, Gérard, Sacramentos y vida del hombre, Sal Terrae, Santander, 1983, p.
78.
3.
DOSTOYEVSKI, Fiodor M. Los Hermanos Karamasovi (Obras completas, t. 3, Aguilar,
Madrid, 10ª ed., 1973, p. 203).
4.
Transmitido por LACTANCIO, De ira Dei, 13 (PL 7, 121).
5.
HOMERO, La Odisea, canto 1 (Obras de Homero, Planeta, Barcelona, 2ª. ed., 1973,
p. 516).
6.
SHAW, Bemard, Pigmalión (Comedias escogidas, Aguilar, Madrid, 7ª. ed., 1979, p.
735).
7.
VATICANO II, Ad gentes, 12 b.
8.
NIETZSCHE, Friedrich, El Anticristo, n. 52 (Obras completas, t. 4, Prestigio,
Buenos Aires, 1970, pp. 242-243).
9.
LIPPERT, Peter, El hombre Job habla a su Dios, Jus, México, 2ª. ed., 1967, pp.
99- 102.
10.
Mercaba.org
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