LA TORTURA DE UN HOMBRE LLAMADO JESÚS. PERCY ZAPATA MENDO.
LA
TORTURA DE UN HOMBRE LLAMADO JESÚS
En la película “La Pasión” de Mel Gibson, se proporciona una visión
particular de los últimos días de la figura más relevante de la Historia de la humanidad.
La película ha levantado una encendida polémica desde el día de su estreno
debido, en gran parte, a la crudeza de sus imágenes que muestran, con todo lujo
de detalles, cada una de las torturas a las que fue sometido Cristo. Sangre y violencia
salpican los fotogramas de la cinta provocando que los espectadores más sensibles
abandonen la proyección al ver de una forma tan gráfica representado el sufrimiento
y la tortura de un hombre, aunque fuera, para los cristianos, el Hijo de Dios.
Sin embargo ni las imágenes más grotescas
son capaces de reflejar en toda su profundidad el dolor y los padecimientos de
Jesús al serle infringida una forma de castigo concebida para provocar una
muerte lenta con máximo dolor, la crucifixión.
LA
CRUXIFICCIÓN COMO TRADICIÓN
La muerte en la cruz a la que fue condenado Jesús era un castigo oficial para
delincuentes comunes en la sociedad romana, pero no se trataba de una invención
del Imperio. Ya los fenicios y persas
practicaban la crucifixión en el primer milenio antes de Cristo. Incluso
durante el culturalmente fructífero período helenístico la crucifixión llegó a
convertirse en una práctica popular, aunque en sus orígenes el propósito no era
provocar la muerte. Alejandro el Grande introdujo la práctica en Egipto y
Cartagena, y al parecer los romanos la aprendieron de los cartagineses. La ley
romana reservaba la crucifixión para esclavos, extranjeros y los más viles
criminales. Rara vez se destinaba a ciudadanos romanos, salvo en el caso de
soldados desertores. No obstante, el
sufrimiento de Jesús no comenzó con la crucifixión, sino mucho antes.
EL PROCESO
Ya antes de arrestarlo, en jardín de Getsemaní, según relata
el evangelista Lucas (Lc 22,43) la angustia de Jesús ante la dura prueba que se
le presentaba se manifestó en forma de “sudor de sangre, que le cubrió todo el
cuerpo y corrió en gruesas gotas hasta la tierra”. Fenómeno muy poco corriente,
el sudor sangriento hematidrosis-puede ocurrir en estados emocionales muy
alterados o en personas aquejadas de desórdenes sanguíneos.
Como consecuencia de hemorragias en las glándulas
sudoríparas, la piel se vuelve frágil. En una investigación publicada en la
revista JAMA, los doctores Edwards,
Gabel y Hasmer admiten la posibilidad de que este fenómeno afectara al Hijo del
Carpintero, apoyándose en la descripción de Lucas, pero afirman que “la pérdida real de sangre
que sufrió Jesús fue mínima.”
Después de medianoche, según el Evangelio de Marcos, fue
arrestado por los oficiales del templo y conducido ante Annas y, seguidamente,
a la presencia de Caifás, el sumo sacerdote, uno de cuyos criados le propinó un
bastonazo. Fue declarado culpable de blasfemia, un crimen castigado con la
muerte, y tras la condena, los guardianes del templo le cubrieron los ojos,
escupieron y golpearon con sus puños. Al amanecer el angustioso periplo
continuó en el Pretorio, residencia de Poncio Pilatos, el gobernador romano de
Judea, que debía aprobar la ejecución de la sentencia. En primera instancia
Pilatos no encontró culpable a Jesús y lo mandó a Antipas, tetrarca de Judea,
quien se lo devolvió. El gobernador, presionado por la muchedumbre, aceptó la
condena. Llegado a este punto, la condición física de Jesús, que era un hombre
fuerte, de una altura superior a la media (1,82m), curtido en el trabajo de
carpintero y acostumbrado a largas caminatas, empezaba a resentirse. Las noches
que llevaba sin dormir, la carga emocional del abandono, e incluso la traición,
la hematidrosis y el trasiego desde los templos a las cortes romanas para ser
condenado ya habían hecho mella en él. Pero el verdadero suplicio todavía no
había comenzado.
LA
FLAGELACIÓN
Antes de la ejecución era práctica habitual azotar a la
víctima para hacerla más vulnerable a los efectos de la crucifixión. Para ello
se utilizaba un látigo corto-conocido como
flagellum- con trozos de huesos afilados y bolitas pequeñas de metal en
sus puntas.
Atado a un poste y desnudo, al sujeto le eran azotadas
piernas, espalda y nalgas repetidas veces, treinta y nueve veces menos una,
según la ley judía. Jesús no escapó a esta práctica, y probablemente sufrió
un shock circulatorio debido a la
profundidad de las laceraciones y las heridas sufridas. En algunos puntos del cuerpo los latigazos
pudieron dejar heridas profundas, con desgarro muscular y hemorragias, según el
doctor Carlos González de la Vega, director del Centro de Medicina Deportiva y
Rehabilitación (MEDYR), en cuyo caso, “pudo provocarle un dolor tremendo,
además de limitaciones musculares”
Para el doctor especialista en traumatología Jordi Huguet,
“la pérdida de sangre no debió ser superior a tres litros en poco menos de
media hora”. Si el condenado perdía demasiada se podía precipitar su muerte, y
no era ésa la intención de la flagelación. Puesto que la hematidrosis ya había
dejado la piel muy sensible a Jesús los azotes fueron lo suficientemente
severos como para producir una importante pérdida de sangre, aunque no mortal.
LA CORONA DE
ESPINAS
Una vez azotado, los soldados se burlaron de Jesús, que
declaraba ser rey, colocando una túnica sobre sus hombros y una corona de espinas
sobre su cabeza. Las punciones debieron provocarle una hemorragia sobre su cara
y cuero cabelludo, incluyendo posiblemente los pabellones auriculares,
“espectacular pero poco peligrosa”, según el doctor González de la Vega. Eso en
principio, porque al prolongarse durante muchas horas y no poder cerrarse las
heridas, ya que cualquier movimiento las reabre, “puede ser causa de muerte por
desangrado”.
UNA CARGA DE
50 KILOS
Contrariamente a lo que se cree, Jesús no tuvo que cargar con
la cruz, sino con uno de los palos. El ajusticiado lo portaba hasta el lugar
del suplicio en las afueras de la ciudad, donde se celebraban para no ofender a
los ciudadanos romanos. Debido a que ya
de por sí era de considerable peso sólo se llevaba el travesaño o patibulum, que era colocado sobre la nuca del
reo y se balanceaba sobre sus hombros.
En el lugar de la crucifixión aguardaba el palo vertical o
estípite, sobre el cual se aseguraba el
patibulum. Para prolongar la agonía, un travesaño o viga
horizontal-sedile- se fijaba en la mitad del estípite, a modo de asiento.
Una guarnición de soldados acompañaba al condenado, portando
uno de ellos el titulus o letrero donde se mostraba el nombre y crimen del
prisionero, que después se colocaba sobre la cruz.
Agotado física y psíquicamente, sin haber comido, debía
caminar más de medio kilómetro para llegar al lugar del suplicio final, el
Gólgota con cerca de 50 kilos a sus espaldas. Como era previsible, cayó sin
poder servirse de sus brazos para frenar la caída, ya que estaban atados al
palo. Aunque algunos autores consideran que el resultado tuvo que ser un
traumatismo pectoral e incluso una lesión cardiaca, el doctor González de Vega
rebaja su importancia desde el punto de vista del sufrimiento, ya que la altura
desde la que se produjo la caída no debió ser mucha, al estar inclinado por el
peso.
LOS CLAVOS
Antes de comenzar la crucifixión, era costumbre ofrecer al
reo vino con mirra e incienso, bebida
que tenía un ligero efecto narcótico para mitigar los dolores. Jesús la rechazó.
Después, como se hacía con todos los condenados, fue tirado al suelo sobre la
espalda, con los brazos extendidos a lo largo del patíbulum. Las manos podían ser clavadas o
atadas al travesaño, pero el clavado era el procedimiento preferido por los
romanos, como lo atestiguan los restos arqueológicos de un cuerpo crucificado
encontrados en Jerusalén, y fechados en la época en que vivió Jesús, aunque no
se descarta que utilizaran los dos métodos con Jesús. También hay controversia
sobre si los clavos atravesaban las muñecas o las palmas de las manos, a pesar
de las referencias bíblicas y la imaginería religiosa se decantan por esta
última posibilidad.
Según Edwards, Gabel y
Hasme no existe contradicción entre las evidencias halladas y las Sagradas Escrituras
pues los antiguos consideraban las muñecas como parte de la mano. El
especialista en Cuidados Intensivos Rubén D. Camargo, autor del ensayo
Fisiopatología de la muerte de Jesucristo afirma que “probablemente los clavos
eran puestos entre el radio y los metacarpianos, o entre las dos hileras de
huesos carpianos, ya que en estos lugares aseguraban el cuerpo”.
Para el doctor González de la Vega, debieron atarle las
extremidades para poder sostener el peso, aunque también fuera claveteado, ya
que “si le hubieran clavado las manos, se rasgaría, y se lo hubieran hecho
entre el cúbito y el radio, se romperían las arterias y habría habido una
importante salida de sangre arterial y una muerte muy rápida”.
Los pies eran fijados al
estípite mediante un clavo de hierro, a través del primero o segundo
espacio intermetatarsiano. No existe consenso entre los investigadores sobre
esta cuestión, aunque San Ambrosio y San Agustín mencionan en sus escritos
cuatro clavos.
LA
CRUCIFIXIÓN
La cruz utilizada, según las Escrituras, era la “menos
adaptada para los miembros del cuerpo humano”, según el doctor Carlos González
de la Vega. Una cruz en aspa hubiera sido la mejor manera de sostener el peso.
Con la cruz latina, en cambio, “los hombros acaban descoyuntándose poco a poco,
lo que representa un dolor espantoso”. Para el doctor Camargo, “el efecto
principal de la crucifixión, aparte del tremendo dolor que presentaba en sus
brazos y piernas, era la marcada interferencia con la respiración normal,
particularmente en la exhalación”. El doctor Huguet añade que “al sólo poder
realizar una respiración correcta mediante el diafragma, esta situación le
conduciría a una asfixia relativa”. Una exhalación adecuada requería en esta
situación que se incorporara el cuerpo empujándolo hacia arriba con los pies y
flexionando los codos. Sin embargo, esta maniobra colocaría el peso del cuerpo
en los huesos del pie ocasionando un dolor inenarrable. Más aún, la flexión de
los codos causaría rotación en las muñecas en torno a los clavos de hierro, y
provocaría un mayor sufrimiento. Y el esfuerzo de levantar el cuerpo rasparía
dolorosamente la espalda contra el palo vertical. En consecuencia, cada
esfuerzo de respiración se tornaría en agonizante.
Desde la cruz Cristo llegó a hablar, en voz baja, hasta siete
veces. Debido a que el habla ocurre durante la exhalación, estas frases
debieron requerir un esfuerzo sobrehumano para ser pronunciadas. Según la
tradición, alrededor de las 3 de la madrugada Jesús clamó a en voz alta,
inclinó la cabeza y expiró.
UN LANZAZO
PARA PRECIPITAR LA MUERTE
Los soldados romanos sólo podían abandonar el lugar de la
crucifixión una vez que el condenado hubiera muerto, por lo que para acelerar
el fallecimiento solían recurrir a métodos como fracturarle la tibia,
acuchillarle en el corazón, golpearle fuertemente en el pecho o encender fuego
a los pies de la cruz para asfixiar a la víctima.
En el caso de Jesús el método elegido parece ser que el
instrumento fue una lanza. El evangelista Juan narra cómo fue propinado el
lanzazo en el costado de Jesús, y de la herida manó abundante sangre y agua.
Tradicionalmente se ha creído que la herida se produjo en el costado derecho,
opción más probable que en el izquierdo pues una hemorragia profusa es más
viable con una perforación del ventrículo derecho distendido.
Si la incisión le alcanzó el pulmón, eso le habría
ocasionado, además de gran dolor, un colapso fatal por asfixia, según el doctor
González de Vega.
MUERTE POR
DESANGRAMIENTO Y PARADA CARDIACA
Jesús murió tras permanecer de tres a seis horas en la cruz,
y las causas de su óbito son, según todos los autores, múltiples, incluyendo
shock hipovolémico o desangramiento, asfixia por agotamiento y paro cardiaco.
Que aconteciera transcurrida tan pocas horas después de ser crucificado se
explica por la severidad del castigo sufrido anteriormente, tanto físico
–flagelación y consecuente pérdida de sangre- como psicológico.
Según un estudio publicado en la revista South African
Medical Journal of Death los efectos de los latigazos, las hemorragias y la
deshidratación “causaron shock hipovolémico y deshidratación, pero el factor
más importante fue la asfixia progresiva causada por el daño en movimiento
respiratorio”. La muerte, asegura el autor, “fue precipitada probablemente por
una parada cardiaca” causado por reflejos vasovagales, iniciados por anoxemia
grave, dolor severo, golpes corporales, y ruptura de los huesos mayores”.
Para José Delfín, catedrático de Medicina legal y forense de
la Universidad de Granada, “la muerte de Cristo supone todo un proceso bastante
complejo que podría sistematizarse como sigue: Comenzó con un shock psicógeno
en el Huerto de los Olivos que origino una enorme conmoción psicológica,
deshidratación y alguna pérdida de sangre y que ablandó y sensibilizó la piel”.
Continuó, añade, “con un shock traumático consecuencia de múltiples
traumatismos y hemorragias progresivas que le situó progresivamente en un shock
hipovolémico que se agravó por el dolor generalizado, pungitivo e irradiado de
las lesiones nerviosas, la fatiga, los calambres musculares la fiebre intensa y
la sudoración coincidiendo con un cuadro asfíctico -asfixia- progresivo que
acentuó los componentes anteriores”.
Por si fuera poco, “la posición anómala, colgado y el cuadro
asfíctico progresivo, creó un shock distributivo debido a que los líquidos
corporales tienden a distribuirse y acumularse en las partes más bajas abdomen,
piernas y pies, con caída de la tensión arterial, insuficiencia cardiaca
progresiva, edema pulmonar y parada cardiaca final”.
LAS FUENTES
En el análisis de la Pasión y Muerte de Cristo desde un punto
de vista científico contamos con los descubrimientos arqueológicos sobre las
prácticas romanas de la crucifixión, los escritos de autores cristianos y no
cristianos de la época y los estudios originados a partir de la Sábana Santa de
Turín. Para el físico y jesuita español Manuel Carreira las evidencias más
claras las ofrece la Sábana Santa, pues “la Sábana de Turín es un complemento
asombroso de los relatos evangélicos sobre la Pasión, y el conjunto de estudios
médicos, arqueológicos, químicos y físicos apunta directamente a la conexión entre
el lienzo de Turín y la Pasión, Muerte y Resurrección de Cristo”, afirma.
EFECTOS
PSICOLÓGICOS DE LA TORTURA
La humillación, la tortura, el dolor no sólo merman la
resistencia física, sino también la psicológica. Para el doctor Francisco
Alonso Fernández, catedrático de Psiquiatría de la Universidad Complutense de
Madrid y presidente de la Asociación Europea de Psiquiatría Social, a partir de
cierto momento de sufrimiento y humillación suele producirse una obnubilación,
en la que se reduce la percepción del exterior y la conciencia se vuelve vaga, pudiendo
llegarse al “delirio onírico”, intermedio entre el sueño y la vigilia.
Una actitud de ruptura con el exterior, encerrándose en sí
mismo es una de las estrategias de resistencia que apunta este experto frente a
la tortura. Otras dos son la confianza en unos ideales, religiosos o sociales,
y la “aceptación del castigo como una anticipación de la muerte”. A su juicio, ésta
es la mejor defensa psicológica. “Uno se da por muerto y tolera mejor la tortura.
Ve que ha entrado en la vía mortis”.
La aceptación voluntaria de la propia muerte, el martirio
“heroico”, según el doctor Alonso, a diferencia del “martirio asesino” de los
kamikazes, requiere una “fortaleza psicológica tremenda”, señala. Este tipo de
martirio puede darse por causas sociales (para salvar otras vidas) o
religiosas. Quien entrega su vida a una causa religiosa, destaca, se ve a sí
mismo, parafraseando a Bretón de los Herreros, “como si en espíritu no hubiera
diferencia entre la vida y la muerte”.
En el Antiguo Testamento el martirio se consideraba como un
acto purificador de ofrecimiento para el pueblo. Ya en el Nuevo Testamento se
concibe la crucifixión como un sacrificio destinado a salvar a los hombres. En
los evangelios se recoge que Jesús tuvo conciencia de saber que su comportamiento
y sus palabras lo conducirían a una muerte violenta. Su comportamiento, según
la Biblia, no fue pasivo ni tampoco de provocación a la muerte, sino que
defendía su verdad aún a costa de su propia vida, una actitud que los primeros
cristianos adoptarían como propia, según San Pablo, que en sus cartas une la
misión evangelizadora con la aceptación del sufrimiento. Esa concepción ha
llegado hasta hoy. En la Iglesia, se entiende por martirio la aceptación
voluntaria de la muerte por la fe de Jesucristo o por otro acto de virtud
referido a Dios.
Según los teólogos, para que se produzca el martirio debe
tratarse de una muerte violenta, ya sea instantánea o bien provocada mediante privaciones
o malos tratos. Quien inflige la muerte realice esa acción por odio a la fe o a
una virtud relacionada con la fe en Dios. El mártir acepta la muerte por amor
de la fe, lo que no quiere decir que no deba procurar esconderse o fugarse; al
contrario, ya en los primeros siglos los escritores eclesiásticos dejaron claro
el deber deponerse a salvo, exceptuados los pastores de almas cuya presencia
entre los fieles fuera necesaria para sostenerles en la prueba.
El historiador y fundador de la comunidad católica de San
Egidio, Andrea Riccardi, autor del libro
Fe y martirio. Las iglesias orientales católicas en la Europa del siglo
XX, destaca cómo el mártir cristiano a diferencia del islámico "no muere
para que mueran los demás", sino que "da su propia vida para que los
otros no sean asesinados.
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