LA DIGNIDAD DEL MORIBUNDO. Por: SS. Juan Pablo II
LA DIGNIDAD DEL MORIBUNDO
SS. Juan Pablo II
“… En efecto, la vida de los moribundos y de los enfermos
graves está expuesta hoy a una serie de peligros que se manifiestan, unas
veces, en forma de tratamientos deshumanizadores y, otras, en la
desconsideración e incluso en el abandono, que puede llegar hasta la solución
de la eutanasia.
El fenómeno del abandono del moribundo, que se está
extendiendo en la sociedad desarrollada, tiene diversas raíces y múltiples
dimensiones,…Hay una dimensión sociocultural, definida con el nombre de
«ocultación de la muerte»: las sociedades, organizadas según el criterio de la
búsqueda del bienestar material, consideran la muerte como algo sin sentido y,
con el fin de resolver su interrogante, proponen a veces su anticipación
indolora. La llamada «cultura del bienestar» implica frecuentemente la
incapacidad de captar el sentido de la vida en las situaciones de sufrimiento y
limitación, que se dan mientras el hombre se acerca a la muerte. Esa
incapacidad se agrava cuando se manifiesta dentro de un humanismo cerrado a la
trascendencia, y se traduce a menudo en una pérdida de confianza en el valor
del hombre y de la vida.
Hay, además, una dimensión filosófica e ideológica, basándose
en la cual se apela a la autonomía absoluta del hombre, como si fuera el autor
de su propia vida. Desde este punto de vista, se insiste en el principio de la
autodeterminación y se llega incluso a exaltar el suicidio y la eutanasia como
formas paradójicas de afirmación y, al mismo tiempo, de destrucción del propio
yo.
Hay, asimismo, una dimensión médica y asistencial, que se
expresa en una tendencia a limitar el cuidado de los enfermos graves, enviados
a centros de salud que no siempre son capaces de proporcionar una asistencia
personalizada y humana. Como consecuencia, la persona internada muchas veces no
tiene ningún contacto con su familia y se halla expuesta a una especie de
invasión tecnológica que humilla su dignidad.
Existe, por último, el impulso oculto de la llamada «ética utilitarista»,
por la cual muchas sociedades avanzadas se regulan según los criterios de
productividad y eficiencia: desde esta perspectiva, el enfermo grave y el
moribundo necesitado de cuidados prolongados y específicos son considerados, a
la luz de la relación costo-beneficios, como cargas y sujetos pasivos. En
consecuencia, esa mentalidad lleva a disminuir el apoyo a la fase declinante de
la vida.
Éste es el marco ideológico en que se fundan las campañas de
opinión, cada vez más frecuentes, que pretenden la instauración de leyes en
favor de la eutanasia y del suicidio asistido.
Los resultados ya obtenidos en algunos países, unas veces con
sentencias del Tribunal supremo y otras con votos del Parlamento, confirman la
difusión de ciertas convicciones.
Se trata de la avanzada de la cultura de la muerte, que se
manifiesta también en otros fenómenos atribuibles, de un modo u otro, a una
escasa valoración de la dignidad del hombre, como, por ejemplo, las muertes
causadas por el hambre, la violencia, la guerra, la falta de control en el
tráfico y la poca atención a las normas de seguridad en el trabajo.
Frente a las nuevas manifestaciones de la cultura de la
muerte, la Iglesia tiene la obligación de mantenerse fiel a su amor al hombre,
que es «el primer camino que (...) debe recorrer» (Redemptor hominis, 14). A
ella le compete hoy la tarea de iluminar el rostro del hombre, en particular el
rostro del moribundo, con toda la luz de su doctrina, con la luz de la razón y
de la fe; tiene el deber de convocar, como ya ha hecho en diversas ocasiones
cruciales, a todas las fuerzas de la comunidad y de las personas de buena
voluntad para que, alrededor del moribundo, se establezca con renovado calor un
vínculo de amor y solidaridad.
La Iglesia es consciente de que el momento de la muerte va
acompañado siempre por sentimientos humanos muy intensos: una vida terrena
termina; se produce la ruptura de los vínculos afectivos, generacionales y
sociales, que forman parte de la intimidad de la persona; en la conciencia del
sujeto que muere y de quien lo asiste se da el conflicto entre la esperanza en
la inmortalidad y lo desconocido, que turba incluso a los espíritus más
iluminados. La Iglesia eleva su voz para que no se ofenda al moribundo, sino
que, por el contrario, se lo acompañe con amorosa solicitud mientras se prepara
para cruzar el umbral del tiempo y entrar en la eternidad.
«La dignidad del
moribundo» está enraizada en su índole de criatura y en su vocación personal a
la vida inmortal.
La mirada llena de esperanza transfigura la decadencia de
nuestro cuerpo mortal. «Y cuando este ser corruptible se revista de
incorruptibilidad y este ser mortal se revista de inmortalidad, entonces se
cumplirá la palabra de la Escritura: la muerte ha sido absorbida por la
victoria» (1 Co 15, 54; cf. 2 Co 5, 1).
Por tanto, la Iglesia, al defender el carácter sagrado de la
vida también en el moribundo, no obedece a ninguna forma de absolutización de
la vida física; por el contrario, enseña a respetar la verdadera dignidad de la
persona, que es criatura de Dios, y ayuda a aceptar serenamente la muerte
cuando las fuerzas físicas ya no se pueden sostener. En la encíclica Evangelium
vitae escribí: «La vida del cuerpo en su condición terrena no es un valor
absoluto para el creyente, sino que se le puede pedir que la ofrezca por un
bien superior. (...) Sin embargo, ningún hombre puede decidir arbitrariamente
entre vivir o morir. En efecto, sólo es dueño absoluto de esta decisión el
Creador, en quien "vivimos, nos movemos y existimos" (Hch 17, 28)»
(n. 47).
De aquí brota una línea de conducta moral con respecto al
enfermo grave y al moribundo que es contraria, por una parte, a la eutanasia y
al suicidio (cf. ib., 61), y, por otra, a las formas de «encarnizamiento
terapéutico» que no son un verdadero apoyo a la vida y a la dignidad del
moribundo.
Es oportuno recordar aquí el juicio de condena de la
eutanasia entendida en sentido propio como «una acción o una omisión que, por
su naturaleza y en la intención, causa la muerte, con el fin de eliminar cualquier
dolor», pues constituye «una grave violación de la ley de Dios» (ib., 65).
Igualmente, hay que tener presente la condena del suicidio, dado que, «bajo el
punto de vista objetivo, es un acto gravemente inmoral, porque conlleva el
rechazo del amor a sí mismo y la renuncia a los deberes de justicia y de
caridad para con el prójimo, para con las distintas comunidades de las que se
forma parte y para la sociedad en general. En su realidad más profunda,
constituye un rechazo de la soberanía absoluta de Dios sobre la vida y sobre la
muerte» (ib., 66).
El tiempo en que vivimos exige la movilización de todas las
fuerzas de la caridad cristiana y de la solidaridad humana.
En efecto, es preciso afrontar los nuevos desafíos de la
legalización de la eutanasia y del suicidio asistido. Para este fin, no basta
luchar contra esta tendencia de muerte en la opinión pública y en los
parlamentos; también es necesario comprometer a la sociedad y a los organismos
de la Iglesia en favor de una digna asistencia al moribundo.
Desde esta perspectiva, apoyo de buen grado a cuantos
promueven obras e iniciativas para la asistencia de los enfermos graves, de los
enfermos mentales crónicos y de los moribundos. Si es necesario, deben tratar
de adecuar las obras asistenciales ya existentes a las nuevas exigencias, para
que ningún moribundo sea abandonado o se quede solo y sin asistencia ante la
muerte. Ésta es la lección que nos han dejado numerosos santos y santas a lo
largo de los siglos y, también recientemente, la madre Teresa de Calcuta con
sus oportunas iniciativas. Es preciso educar a toda comunidad diocesana y
parroquial para asistir a sus ancianos, y para cuidar y visitar a sus enfermos
en sus casas y en los centros específicos, según las necesidades.
La delicadeza de las conciencias en las familias y en los
hospitales favorecerá seguramente una aplicación más general de los «cuidados
paliativos» a los enfermos graves y a los moribundos, para aliviar los síntomas
del dolor, llevándoles al mismo tiempo consuelo espiritual con una asistencia
asidua y diligente. Deberán surgir nuevas obras para acoger a los ancianos que
no son autosuficientes y se encuentran solos; pero, sobre todo, deberá
promoverse una amplia organización de apoyo económico, además de moral, a la
asistencia prestada a domicilio: en efecto, las familias que quieren mantener
en su casa a la persona gravemente enferma, afrontan sacrificios a veces muy
costosos.
Las Iglesias particulares y las congregaciones religiosas
tienen la oportunidad de dar en este campo un testimonio de vanguardia,
conscientes de las palabras del Señor a propósito de cuantos se prodigan por
aliviar a los enfermos: «Estaba enfermo y me visitasteis» (Mt 25, 36).
María, la Madre dolorosa que asistió a Jesús moribundo en la
cruz, infunda en la madre Iglesia su Espíritu y la acompañe en el cumplimiento
de esta misión.
Fuente:
Discurso del Santo Padre Juan Pablo II a la Pontificia
Academia para la Vida (27 de febrero de 1999)
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