AMOR UTÓPICO Y SUEÑOS DE OPIO. PERCY ZAPATA MENDO.
AMOR UTÓPICO Y SUEÑOS DE
OPIO
26 de
Julio del 2012
Paola tenía
unos ojos color caramelo de los que siempre fluía una mirada cariñosa e
interrogadora de animal doméstico. ¡Qué hermosa era! ¡Qué delicioso bienestar
me producía el verla cerca de mí, mientras yo tecleaba con dificultad usando
torpemente mis índices en mi computadora de mesa! Estatura mediana, delgada,
pálida, extremadamente pálida, venía a sentarse frente a mí con un libro sobre
sus muslos, el cual leía abstraída, en tanto no se oía más que el galope de mis
dedos recorriendo el teclado. Cuando en mi trabajo se abría una solución de
continuidad y levantaba yo la cabeza, me encontraba con la mirada dulce de Paola
que intentaba indagar la causa de mi interrupción... Otras veces entraba
furtivamente a mi consultorio, y recostándose sobre el espaldar de mi sillón,
leía los cuentos o poesías de amor que yo escribía. El perfume de sus cabellos
me denunciaba la presencia de mi amada, pero entonces fingía yo no haberla
advertido, y escribía en el papel una frase de amor de aquellas que a ella y
sólo a ella decía, una de aquellas solicitudes ardientes y apasionadas que la
hacían estremecer de ternura delatando su posición. Al verse descubierta, Paola
enlazaba sus brazos a mi cuello y me besaba en los ojos y en los labios...
¡Pobre reina mía!
Recuerdo muy
bien las claras noches de verano en que subíamos al techo de la casita en que
vivíamos y pasábamos dos o tres horas interrogando al cielo con nuestro pequeño
telescopio, bañados por la luz astral que nos cubría como si fuera el sutil
polvillo blanco desprendido de las alas de una enorme mariposa pálida. Paola
parecía entonces albergar en su alma, la carta astronómica de las estrellas. Un
ambiente de amor místico nos saturaba, y nuestros besos tenían entonces una
extraña pureza, como si tradujeran el espíritu misterioso que animaba en
infinito abismo abierto encima de nuestras cabezas. Y evocábamos con suma
delectación los recuerdos de nuestras locuras pasionales, de las exquisiteces y
refinamientos en que nos desvanecíamos y aniquilábamos nuestras vidas en una
perpetua entrega total.
En esos
momentos nuestro amor era un culto: nos sentíamos impregnados del alma serena
del cosmos: nuestras miradas vagaban por las comarcas siderales, por Sirio y
Canopus, por la Vega y Betelgeuse y la amplia cabellera de la Nube Magallánica
y el inmensurable chorro lácteo que parte del seno de Juno. Nos creíamos acaso
andróginos y cruzábamos los misterios de la noche vinculados por una entrañable
fraternidad asexuada... después, cuando el frío de la noche nos obligaba a
retirarnos al lecho, venían las exasperantes exigencias de nuestros
temperamentos, y la reacción obvia de nuestras divagaciones astrales...
Viajé mucho
para debilitar el recuerdo de la difunta Paola, de la delicada Paola. Nuestras
locuras y caprichos debían de matarla y así fue. Su cuerpo anémico había nacido
para el amor platónico, metódico, sereno, higiénico, y no para el amor loco,
inquieto y extenuante exigido por nuestros cerebros llenos de curiosidades lúdicas,
por nuestras fantasías brillantes y atrevidas, por nuestros nervios siempre
anhelantes de sensaciones fuertes y nuevas... Los viajes, los congresos y las
distracciones que me procuré para debilitar el recuerdo y la nostalgia de mi Paola,
fueron inútiles. En mis horas de cavilación y en las de descanso persistía en
mi retina la imagen de la amada, ida ya para siempre, sentía el vacío de la
inolvidable amada pálida, la sentía en medio de la insensata embriaguez a que
recurría, la sentía cuando besaba los labios de otras mujeres que lo hacían a
cambio de dinero, la sentía cuando dormía, cuando meditaba, cuando escribía en mí
ya solitario cuarto... ¡Cuán desoladas eran mis noches, cuán angustioso mis
insomnios, durante los cuales con la mirada hundida en la tiniebla creía ver
abocetarse, con líneas difusas, la cuna de su cuerpo palpitante y febril, esa
curva moderada y noble, esa línea elegante, sin las osadías que crea el
artificio; esa curva mística que, en los cuerpos de las santas jóvenes de
algunas vidrieras góticas, expresa mejor la exaltación del fuego interior. El
cuerpo de Paola tenía la delicada pureza de una virginidad cristalizada, el
encanto infantil y la gracia de una adolescente detenida en los músculos, antes
de la expansión que experimentan éstos, cuando una joven ha visitado la isla de
Cíteres... Creía oír el crujido de la almohada bajo el peso de su adorable
cabeza, creía sentir en mis mejillas el leve roce de sus negros cabellos, tan
negros como el dolor de la ausencia de mi mirada, creía sentir la tibia mirada
de sus ojos cariñosos y apacibles de cierva doméstica.
Una noche, en la que no podía dormir,
hostigado cruelmente por la visión de la inolvidable, recordé que tenía en mi
escritorio una cajita de cedro, primorosamente labrada y ornada con arabesco.
Me la había enviado de Pucallpa un antiguo amigo que se desempeñaba igualmente
como médico. La caja contenía el misterioso manjar del Viejo de la Montaña, el Papaver somniferum, el Opio divino... Me levanté del lecho,
toqué el botón eléctrico de la luz y con una pequeña navaja de mi herramienta
multiusos suiza corté un pedazo de la pasta y comí. Enseguida me sentí esperar
los efectos. He aquí las impresiones que experimenté y las extravagancias que
vi durante varias horas en las que estuve sumergido en extraño ensueño...
II
Residía yo en
la antigua ciudad de Machu Picchu, haciendo vida errante, cuando sentí que se
apoderaba de mi alma el más ardiente fuego místico; tuve súbitamente la noción
clara de la vanidad de las cosas humanas y resolví entregarme a la vida
contemplativa. Me adentré a la selva mientras mi pensamiento se deleitaba en
altas concepciones teológicas, encontré un anciano chamán llamado Mishaja, muy
austero y muy erudito en la ciencia de sus ancestros, profundo conocedor de las
propiedades ocultas e íntimas de las múltiples hierbas que poblaban ricamente
el bosque amazónico. Mishaja había leído y escoliado todos los mitos y leyendas
sagrados del folklore peruano. A fuerzas de meditación, había llegado a
vislumbrar, como a través de una espesa niebla, la infinitud de los Apus y
Huacas; y esa aproximación al gran ser más que el resto de los mortales, le
hacía infinitamente superior a estos en ciencia y en poder. El rostro de
Mishaja era del color del roble húmedo; sus ralas barbas blancas de indígena le
llegaban a las rodillas y en su enredado vellón se enroscaban cariñosamente las
shushupes, anidaba negros alacranes y reposaban tranquilamente infinidad de
pequeñas alimañas, cuyo simple contacto podría producir la muerte. Mishaja
estaba siempre desnudo porque, según él, Wiracocha no gustaba de atavíos, y
porque el viejo chamán quería que el aliento formidable de los antiguos
habitantes de Paititi le penetraran libremente por todos los poros del cuerpo.
El anciano, desde su primera contemplación, tenía las manos perforadas como las
de un crucificado. Hacía cincuenta años (y ya era por entonces un anciano) se
había hecho inhumar, dispuso que le enterraran en una huaca con la lengua doblada
hacia el paladar. Los ojos vueltos hacia arriba y los puños cerrados. Ocho
meses permaneció así, la humedad de los adobes del templo pretérito hizo crecer
de tal modo sus uñas que le perforaban las manos. En ese lapso, y durante el
tiempo que dura el pestañeo de una estrella, vio la sombra de Wiracocha, y eso
sólo le produjo una felicidad tan grande e indescriptible, que toda frase
sánscrita y sacerdotal del encomio es infinitamente pálida, la más aproximada es
opuesta, y solamente en uno de los Pururaucas había encontrado una palabra que
muy remotamente podía expresar la suprema venturanza que experimentó.
Mishaja me
recibió afablemente como discípulo y durante dos años recibí sus sabias
lecciones.
Nada más terrible
que su éxtasis: los ojos se le saltaban, sus venas se inyectaban hasta casi
estallar; su respiración se le paralizaba, abundante espuma salía de sus labios
y copioso sudor brotaba de su cuerpo. De pronto, el maestro se elevaba en el
aire como si terribles poderes le subyugaran; las shushupes se ponían a danzar
debajo de él, paradas sobre sus colas y recibiendo en sus lenguas bíforas las
gotas de sudor que caía del cuerpo del sabio. En cuanto Mishaja volvía en sí
corría como loco a precipitarse en un arroyo afluente del gran Marañón, en el
que abrevaban pumas, otorongos, sachavacas y tapires salvajes, allí hundía
Mishaja la cabeza, pasando entre las feroces bestias que se separaban de él,
como amedrentadas, y bebía hasta hartarse.
Con
frecuencia hacíamos largas excursiones por la selva y el maestro me instruía en
los misterios sagrados, en los conjuros para atraer el auxilio de los poderes
sobrenaturales, me refería los pensamientos de las bestias y de las flores y me
traducía al más puro y noble quechua las palpitaciones más sutiles de la vida,
del dolor y de la alegría de la naturaleza.
Un día me
llevó Mishaja a un valle oscuro rodeado de pardas montañas tan altas como el
Chachani o el Picchu Picchu.
Por todas
partes se veían las enmarañadas copas de árboles extraños, cuyos troncos
estaban llenos de pústulas. El aire tenía un olor repugnante, como el de la
sala de un hospital de gangrenados. Las aves que cruzaban el espacio, tenían
los cuerpos purulentos, con una que otra pluma desmalazada: volaban
tardíamente, lanzando graznidos lastimeros; las fieras cruzaban nuestro camino
con paso dificultoso de bestias baldadas por la elefantiasis, tiñosa la piel y
los ijares hundidos, como interiormente corroídos por un mal implacable. Las
flores, apenas abiertas, caían moribundas sobre el césped raquítico y gris; sus
pétalos ardían en violenta fiebre, y sus estambres se estremecían y retorcían
en las convulsiones de intenso dolor. Las sabandijas se arrastraban con
dificultad, presas de una horrorosa enfermedad. Las serpientes no tenían esa
agilidad vibrante que las caracteriza; muy al contrario, sus cuerpos
gelatinosos reptaban en lentos zig – zag, dejando el suelo una huella húmeda
como la de los caracoles, y pasaban mirándonos lánguidos con sus ojillos sanguinolentos
y lacrimosos. Una otorongo con sus crías reposaban echadas en medio del camino;
la madre estaba desfallecida y con el cuerpo cubierto de pústulas sobre las que
saltaban moscas verdes, saltaban…porque no podían volar. La pobre bestia yacía
con la lengua afuera, jadeante y quejumbrosa, mientras sus cachorros, flacos
como galgos, colas desvencijadas y columnas dorsales rompiéndole la piel, se
afanaban por mamar ubres vacías y laxas de las que no manaba si no sangre
viciada...
-
Maestro, ¿Qué
tierra de desolación es ésta?, - pregunté aterrado a Mishaja -, ¿Es el país de
la muerte acaso?; ¿El reino maldito de Supay?
-
Hijo mío, -
me respondió el anciano, con cierta expresión de sorna que no le conocía y que
pareció como un reflejo del espíritu, de otra raza distinta de la suya -, aquí
estuvo un tiempo el reino de la felicidad: aquí vivió Atahualpa, el último inca
y el primer malvado. Cuando murió ajusticiado por los conquistadores ibéricos,
los supaypas arrojaron su cadáver en
aquel lago que ves a tu izquierda. La mujer de Atahualpa vive aún y reina en
esta región de la putrefacción y la enfermedad. De este lago salen cinco ríos
que riegan a los cuatro suyos y al valle del Cusco. Mira hijo mío...
Miré el lago.
Flotaban en la superficie enormes cuerpos de lagartos con la panza arriba,
roída por los gusanos. Por todas partes subían vahos infectos y calientes como
el aliento de un horno en el que se asaran tarántulas. A flor de agua vi pasar
algunos peces enjutos, casi sin escamas, con los ojos velados por una nube y
asomados por el dorso las espinas astilladas y cariadas. En las peñas de las
orillas se formaban excoriaciones en las que crecían repugnantes hongos y
asquerosos y helecho que parecían quistes. Los anfibios habían perdido sus
formas primitivas, porque la gangrena había devorado sus miembros, dejando un
muñón no cicatrizado donde hubo antes una pata o una cola.
-
Dime, ¡Oh
maestro!, ¿Dónde está esa mujer tantas veces milenaria, obligada por Apu
Konticci Wiracocha a reinar en medio de tanta desolación y miseria? Muéstramela
y dime su nombre...
Apenas hecha
esta pregunta se verificó una transformación muy rara en el rostro de Mishaja:
su cabeza se troncó con la cabeza de Ovidio, tal como la había visto yo
reproducida en una vieja referencia
bibliográfica en la Universidad de San Marcos titulada: Effigies vironum
illustribus antiquitatoe, editado en 1692. Una sonrisa burlona y perversa
vagaba en sus labios y, con acento de iniquidad perfectamente latina, respondió
a mi respuesta:
-
¡Venus, regina urbis! …¡conspectu fili
mihi! ...(¡Venus, reina de la ciudad!... ¡observa hijo mío!)
Y vi, vi en
el centro del lago, un islote en el que se alzaba un gigantesco hongo en forma
obscena, a cuya sombra estaba esa extraña reina en la actitud de los ídolos
orientales. Parecía meditar y no tenía más adornos que una corona de rosas. De
pronto, levantó la cabeza y me miró... Sentí que un frío espantoso me helaba
hasta la médula de los huesos y que el más doloroso asombro paralizaba mi
vida... Eran el rostro y el cuerpo de mi Paola, de mi pura e inolvidable Paola.
Ella, mi amada, mi esposa, reinaba allí, solitaria y melancólica, en medio de
tanta desolación y espanto, reinaba desde la aurora de la Humanidad sobre esta
naturaleza corroída por la fiebre y la putrefacción...
Y sus grandes ojos color caramelo me
dirigieron una mirada bondadosa y apacible de pálido animal doméstico... y todo
el aterrador paisaje se desvaneció.
III
Tuve una reacción momentánea en mi
cerebro, extraviado en las regiones extraordinarias del ensueño; me vi sentado
en mi escritorio; frente a mí estaba el retrato de Paola, el retrato de cuerpo
entero que pintó con singular acierto y a su manera el gran Fernando de Szyszlo.
A poco me pareció que el aire se hacía
muy ligero, muy sutil, como si sus átomos se hubieran reducido en número y
ampliado enormemente en dimensiones, veía el aire como si lo percibiera a
través de una poderosa lente biconvexa. Volví mi observación hacia mí y noté
que estaba dotado de unas fuerzas desmesuradas, hiperbólicas, todo en mí era
fuerza; yo era el núcleo de donde partía impulsiones en todo sentido. Hablé, y
mi palabra resonaba con la intensidad de cien cañonazos o la explosión de diez
Scub iraquíes. Estaba seguro que fuera de mi casa, en las calles de la ciudad,
en los bosques y en las ciudades vecinas, mi voz pasaba como una tromba sonora,
como una ola de ruido que ensordecía a la gente, rompía los cristales y hacía
vibrar, como cuerdas de guitarra, los circuitos integrados de miles de
computadores personales. Y no era una presunción, sino que veía los efectos de
mi voz, pues las paredes no oponían
obstáculos a las fuerzas de mi visión; todos mis sentidos superaban en energía,
en proporción inmensurable, a los que la naturaleza ha puesto en la normalidad
del hombre, mis miradas atravesaban paredes, cuerpos y montañas, y la fuerza
visual, cabalgada en un rayo vibrante del éter, se hundía sin agotarse en los
infinitos y oscuros abismos del espacio. Yo estaba asombrado, pero después quedé tranquilo al encontrar en
mi cerebro la explicación científica del fenómeno: “En la naturaleza no hay
fuerza definida, ni impulsión perdida, ni energía esterilizada, porque todo es
movimiento y transformación. Un movimiento de mi mano por ligero que sea,
empuja y pone en movimiento los átomos del aire que rodea, a su vez estos a las
moléculas quienes presionan a las siguientes, a las de la pared, a las que
están al otro lado, y así el movimiento va transmitiéndose de molécula en
molécula a través de los obstáculos que se interpongan y continúa por el éter a
través de los cuerpos planetarios y siderales.” Y con un movimiento de mi puño
hacía vibrar la creación entera. ¡Qué divertido era para mí hacer vacilar a
voluntad a Marte primero, luego a Júpiter, a Saturno, a Urano y a Neptuno y la
infinidad de astros que pueblan el cosmos! Todo en mí era potencia
extraordinaria, no había obstáculo para mis ojos, como si levara en ellos
poderosos aparatos da radiografía.
Observé mi propio organismo con la
facilidad que tendría cualquier persona cuyo cuerpo fuera hecho de limpio
cristal de roca. Todas las vísceras me revelaron su funcionamiento; veía el
corazón repartiendo la sangre por todo el cuerpo con la regularidad e isocronismo
de una máquina, venía la fermentación del quilo, la actividad torpe e irregular
del sistema digestivo, veía la rígida gravedad del esqueleto soportando, como
un apuntalamiento complicado ideado por extravagante arquitecto, las mil
maquinarias, cuyo trabajo simultáneo constituye la vida; veía, como las cuerdas
de una extraña galera, el conjunto de venas, arterias y el filete nervioso que
se anudaban aquí y se separaban allá. Me parecía que mis ojos estaban montados
en ejes y podían moverse hacia dentro. Así fue como pude observar la vida
cerebral. El cerebro era una pasta tenue que tenía la semejanza con la gelatina
de ópalo. En el centro había una pequeña caldera con un líquido en ebullición;
subían burbujas delicadas y llenas de cambiantes e irisaciones, como las pompas
de jabón, y antes de que estallaran, unos pequeños gnomos las cazaban con esas redes
con mangos que se usan para coger
mariposas, enseguida las cogían y las arrojaban a diversos compartimientos que
se habrían por todos lados al modo de un
panal circular de abejas... Pero cuántas burbujas estallaban antes de
ser cogidas y colocadas en su sitio: debían ser las ideas que se abortan, las
ideas que mueren, las ideas que no llegan a surgir. Encima de todo se extendía
limitada la sustancia gris, llena de constelaciones neuronales y sinapsis
nerviosas, a semejanza del cielo y de la tierra.
IV
Cuando volví de esta segunda crisis de
ensueño, pensé haber vivido cincuenta años. Creí estar blanco de canas, pero
pronto me di cuenta que ello es una ilusión provocada por el Opio. No sé porque encontré esto
excesivamente gracioso; me reí y mi propia risa me excitaba cada vez más, al
extremo de estallar, por fin, en una risa ruidosa e incontenible. Con las
carcajadas me parecía que me salía algo de la boca, y, en efecto, fijando mi
atención observé que salía insectos alados. Cada nota de mi risa era un animal, un zancudo, grillo, avispa, mariposa
y parvadas infinitas de otros muchos insectos. Pero lo más curioso, es que, en
el tórax o coselete de estos bichos, llevaban todos cinco líneas negras
paralelas y en ellas una notación musical. Todas aquellas sabandijas, en
desaforada parranda, daban vueltas por mi cuarto, yendo por fin, a alinearse en
apretadas filas sobre los estantes, las sillas y los demás muebles de la
estancia; una serie de libélulas blancas se posaron sobre el marco del retrato
de Paola. Entonces callé, porque al mismo tiempo llegaron a mis oídos de un
modo confuso los acordes lejanos de un piano. Nuevos instrumentos fueron
interviniendo; primero un violincillo, luego un contrabajo, enseguida una
viola, a continuación un arpa, y, por último, una flauta. A medida que estos
instrumentos tomaban parte, oía más distintamente la melodía ejecutada por
ellos. Primero fue un aire de Giovanni Paisiello,
que se fue transformando en un vals de Wagner: de pronto las frases musicales
se hicieron graves y eruditas, y surgió un quinteto de Bach, lleno de gravedad
místico. Cada melodía me producía una impresión hondísima, como si mi alma
tradujera en cuadros sugestivos o en frases normativas los sonidos. Por
ejemplo, en un momento que la misteriosa orquesta tocó concierto para un solo
de pianos de Tchaikovski, la música tuvo para mí el relieve de una visión: veía
una ilimitada llanura pedregosa, de horizontes accidentados y oscuros, y
cubiertas por un cielo gris. En medio, un perro asmático aullaba junto al cadáver
de su amo... a lo lejos cruzaban cabalgatas de Morochucos, de veteados ponchos
multicolores, y con los ojos encendidos por la voluptuosidad de la carrera y
las ansias de rapiña. Caía la noche, y el viento boreal jugaba con la nieve y
el granizo; una turba de hienas con los lomos erizados acudían a rodear a un
cadáver, riéndose con risa lúgubres de hambre y ferocidad; posteriormente, el
festín de la carroña... Después del concierto para un solo de piano, la música
se hizo suave, dulce, cristalina y melancólica. Era un A dio sonni di gloria, tan tristemente apasionado, que mi alma
se impregnó de una angustia agradable y honda, semejantes a esas dulces e
inusitadas tristezas que se apoderan a veces de las muchachas románticas y
nerviosas en la edad de las ilusiones y del primer amor. Mis ojos se llenaron
de lágrimas, en tanto que la melodía podía hundirse en el pavimento y los
insectos se desvanecían. Yo no podía contener mi tristeza y por más esfuerzos
que hacía reprimir, las lágrimas ellas corrían abundantes por mis mejillas,
produciéndome una gran vergüenza este rasgo de sentimental doncella. – ¡Qué
tontería!, ¡Qué tontería! – Murmuraba yo; pero mis lágrimas seguían saliendo
con una abundancia bochornosa... – ¡No
ha habido ser humano que haya llorado tanto! –, pensando aterrado al ver que el
suelo de mi cuarto estaba inundado, y mis lágrimas seguían saliendo. El agua me
llegaba a la cintura y los muebles flotaban como balsas. Cuando amaneció, abrí
las ventanas de mi habitación y miré hacia la calle. ¡Qué horror! Por mi necio
sentimentalismo toda la ciudad estaba sumergida. Sobre el mar de mis lágrimas
destacábanse los pisos superiores de las casas, veía los tejados y terrazas
atestados de gente que me dirigían amenazas con los puños, veía hambrientos
perros que nadaban desesperadamente, caballos de pobres chalanes pugnaban por
flotar, y arrastrados por el peso de su carga, se hundían al fin alborotando la
superficie con millones de burbujas, portadoras de su cruel agonía; veía la
cúpula de la iglesia Santa Teresita del Niño Jesús, los tubos y chimeneas del
ingenio industrial azucarero “Casa Grande”, la frente despejada de un héroe
marino, Miguel Grau, que coronaba la plazoleta de la Urbanización del mismo
nombre, reflejábase investido por su náutico traje mal construido por un
atolondrado escultor ignaro en cuestiones históricas, sobre la inmensa y serena
superficie de agua. Así mismo vi, cabeza abajo, caer como una centella a un diríase
Luzbel de gris arrojado del cielo al abismo terráqueo... Y volví los ojos a mi
escritorio: Abierto al azar tenía una edición antigua del Diccionario Ilustrado
Larousse: Era un final de capítulo adornado con una viñeta, que representaba
una bella cabeza de ninfa, coronada de pámpanos y mirtos, que se prolongaban a
ambos lados de la cabeza, revolviéndose en torcidas ondas de ornamentación que
a su vez se convertían en cabezas de grifos, de hipocampos y de gnomos... De
pronto la viñeta comenzó a fundirse como si fuera una figura de cera expuesta
al calor de un sol de desierto iqueño o piurano. La viñeta fundida se derramó
por un borde de la mesa haciendo el chirrido de un hierro candente que se
sumergía en el agua. Me levanté presuroso para ver lo que sucedía: Al pie de mi
escritorio había… ¡una embarcación! Una galera de plata bruñida tachonada de
esmeraldas; el mástil era de oro y la vela fenicia de tela blanca hecha con
hilos de seda, de cristal y de plata. Sobre el banco formado por una lámina de
azabache, estaba, en actitud de espera, una dama vestida a la usanza griega, y
cuyo rostro era el de la ninfa de la viñeta... – ¡Ven! –, me dijo. Me senté en
la popa del galeón en un alto sillón de ónix, sostenido por soportes de acero
azulado; y mi conductora comenzó a bogar. A nuestro paso, de todas las terrazas
nos dirigían maldiciones e injurias. Pronto abandonamos la ciudad y nos vimos en medio de un mar sereno, inmenso,
sobre el que se deslizaba el misterioso barco silenciosamente. De vez en cuando
reía, junto a las bordas de la galera, el dorso de un delfín, la cabeza azorada
de un tritón, el cuerpo híbrido y voluptuoso de alguna sirena que se ocultaba
rápidamente haciendo un elegante dribling y dirigiéndome una sonrisa
provocativa y medrosa.
-¿A dónde vamos?, - pregunté a mi guía
- ¿Al infierno o al paraíso? El Caronte femenino no me respondió, limitándose a
indicarme con un signo que debía confiarme a su pericia. Mucho tiempo estuvimos
así hasta que vi aparecer en el horizonte grandes bloques de hielo. La mar se
embravecía a medida que la galera avanzaba, y por tramos, parecía zozobrar ante
los golpeteos furiosos de las olas, y entramos, por fin, en una zona silenciosa
y helada, alumbrada solamente por la aurora boreal. En una costa vi un triste
caserío, habitado por unos cuantos hombres forrados en pieles.
-¿En dónde estamos?,-Pregunté
angustiado a mi callado piloto.
-¡Groenlandia!-, me contestó
secamente. Y seguimos. La barca de plata, rebalsaba sobre los hielos y a
nuestra aproximación huían manadas de focas a esconderse entre las grietas
gélidas. Arriba, en medio de la gris noche semestral, brillaba el carro de la
Osa y el Boyero con fulgores intensos. Y seguimos, no recuerdo en qué paralelo
nos encontrábamos. Los bosques de pinos escuetos había quedado ya muy atrás, y
la flora de esta región de las penumbras y de los hielos, -algunas especies de
hongos, helechos, musgos y líquenes-, se hacía cada vez más escasa. De vez en
cuando aparecía sobre algún un un reno escuálido escarbando la nieve con la
pezuña u alguna osa, que, navegando sobre algún carámbano, enseñaba a su cría
la caza de la foca. En otra comarca vi unos hombrecillos espantasos con grandes
cabezas erizadas- ¿Los demonios de Dante?- pregunté horrorizado.- No, son los
Runoyas.- Y seguimos. Más adelante vi pasar unas mujeres envueltas en blancos
pelos de lino, parecían buscar afanosamente algo perdido entre las grietas del
hielo; iban de un lado a otro, regresaban, se inclinaban al suelo, en donde
pegaban el oído como si quisiera oír los pasos lejanos. Pálidas, esqueletadas y
llorosas expresaban en sus tristes casas y en sus ojos, que brillaban de
fiebre, la más vehemente ansiedad. Cuando se aproximó a nuestra galera, dieron
todos unos aullidos y corrieron al borde del carámbano para mirarnos con ojos
de locura y de dolor. -¡Son las novias difuntas que buscan a sus amantes
infieles!-, murmuró mi compañera. -¡Oh, ninfa misteriosa!-, le dije, - ¿A dónde
me llevas?, ¿Terminará acaso esta lúgubre peregrinación en el país de la muerte?
-No,-respondió- ¡Vamos al país de la
viñeta! Y seguimos. Llegamos a un mar amplio, negro, como la tinta china, un
mar libre sin bloques de hielo. La naturaleza parecía reanimarse, volver a
latir con la vida exuberante de los trópicos. Lejos se veía una isla parda,
coronada por penachos de abundante vegetación. La faz de mi guía se animó; con manos
ágiles hizo en la vela maniobras necesarias para que la nave se dirigiera a la
isla. Por todas partes se observaban el regreso a la vida; pero, no a la vida
natural, sino a una vida nueva, desconocida y extraña. El color del cielo era
rojizo, semejante al tono que colorea los párpados, cuando, cerrado los ojos,
se aproxima una luz a la membrana. Las aves que cruzaban el espacio eran muy
raras: tenían cabezas de serpiente y por colas y alas…racimos de tulipanes.
Llegamos a una costa en que las peñas eran de cristal opaco. Desembarcamos, y a
poco nos hundimos en un bosque de hongos gigantescos, que vertían sangre cuando
se les hería en el tronco; las flores y los frutos eran animados, y las panzas
de los árboles se agitaban como a impulso de la respiración. No menos curiosos
eran los animales; además de los centauros, faunos, esfinges e hipogrifos,
observé otros muchos seres híbridos; perros cubiertos de hojas en lugar de
pelos y con las extremidades de aves palmípedas, serpientes con cabezas con
humanas, salamandras que comenzaban siendo dragones. Había violetas,
heliotropos y camelias alados que, como mosquitos, chupaban, no el jugo o
néctar de las flores, sino la sangre o savia de todos aquellos animales ambiguos
de ornamentación. En el bosque de tulipanes, grandes como hoteles, vi seres
humanos que paseaban sobre los pétalos: eran mujeres, las mujeres más
idealmente bellas que se pudiera concebir, envueltas en tules de rocío y raso.
Sus carnes eran como de marfil y nácar blandos, sus ojos azules dirigían
miradas candorosas y angelicales, sus labios parecían impregnados en la sangre
de las granadas, y sus cabelleras, rubias como el Jerez pálido, descendían en
apretadas madejas hasta más debajo de los muslos... Apenas me vieron me
rodearon con adorable gracia y ternura. Sus inocentes caricias desprovistas del
menor impudor, me causaron un placer purísimo de niño acariciado por serafines;
sentí por una de ellas un amor típico, sin deseos ni turbaciones, una especie
de amor apasionadamente místico e inefable, que me había hecho quedar allí una
eternidad si mi guía no me hubiera sacado de mi éxtasis tirándome de un brazo,
a la vez que me miraba con despreciativa sorna. -¿Son ángeles esos seres
divinos?, -Le pregunté suspirando- No, -me respondió con irónica sonrisa, -son
mujeres sin sexo... su amor es amor del limbo, desgraciado. –Sustraído por mi
guía de la influencia de esos seres, llegamos a una llanura cubierta de polvo o
arena de oro, y en el centro de la cual, había un disco de plata bruñida
enclavado al suelo.
Entonces mi guía volvióse a mí… ¡Quedé
deslumbrado!, su rostro había adquirida la belleza ilustre y triunfadora de
Helena de Troya, y de sus ojos de admirable brillo salía un fuego de orgullo
divino, a la vez que de compasión y complacencia; me encontré turbado y caí de
rodillas mientras ella me decía: - lMírame... Yo soy el amor con todas las
energías... Yo soy la eterna pasión con todos sus misterios de placer y de
vida. Yo soy el delirio loco del amor de las almas vibrando en los nervios más
sutiles y en la más pequeña sangre viva... Ámame, que yo soy el supremo
espasmo, en la doble ventura de las almas y los cuerpos... Mírame, tal como en
la aurora del mundo nací en el Egeo... ¡Yo soy la Forma Pura, la Belleza
Inmortal!.
Sus blancas vestiduras cayeron, y
quedó ante mis ojos deslumbrados, desnuda, alba, sublime, triunfal... Se
inclinó sobre mi frente y besó mis labios. ¡Oh, divina Afrodita! Quise
estrecharla en mis brazos para morir allí, y la diosa retrocedió y se elevó al
cielo lentamente. Su cuerpo níveo y modelado, como jamás lo fuera cuerpo de
mujer, se deshacía en el espacio como si fuera de niebla y se descongelara. Yo
avanzaba angustiado, sin mirar el camino, con los brazos extendidos, locos, hipnotizado
por la sublime visión... - ¡Adiós!, ¡Espérame, que algún día nos volveremos a
ver!... ¡Adiós!, -me dijo. Di un salto desesperado y logré coger un riso de sus
cabellos que quedó en mis manos. Pero había puesto el pie, al caer, en el disco
de plata, en el polo del mundo. Mi cuerpo, adherido al disco por el extraño
magnetismo, se puso a girar vertiginosamente. Sentí un mareo agudo, y en mis
angustias veía a mi amada perderse en el éter, mientras el carro de la Osa y el
Boyero, describían en torno de ella pequeños y rápidos círculos. El dolor en
mis sienes era cada vez más agudo, una nube sangrienta cubrió mis ojos y caí
desmayado en el momento en que, desde la Estrella Polar, venía hasta mí, el
último adiós de la inmortal Afrodita.
V
Desperté abruptamente con la
respiración agitada y la frente perlada de un sudor viscoso. Estaba sentado
junto a mi escritorio, tenía en las manos un riso de los finos cabellos de Paola,
sobre mi escritorio estaba un ejemplar de una vieja edición del Diccionario
Ilustrado Larousse, engalanado con una viñeta; enfrente de mí, el retrato al
óleo de la entrañable amada difunta, cuyo amor me perseguía hasta en mis
ensueños y delirios. Allí estaba ella, la triunfadora anémica, la pálida e
inolvidable, mirándome con esa mirada bondadosa y apacible de animal
doméstico.
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