LA CAPTURA DE ATAHUALPA
LA CAPTURA DE ATAHUALPA
El sábado 16 de noviembre de 1532 Pizarro preparó a
sus hombres. La misión no era fácil, pues sabía que Atahualpa llegaría protegido
por su escolta personal e infinidad de sirvientes, por lo que ordenó a sus
hombres que estuvieran preparados para cualquier eventualidad; ideó un plan de
forma que sus hombres pudieran esconderse en los tres edificios que flanqueaban
la plaza de la ciudad (un cuadrado de 200 metros de largo por 200 de ancho al
que solo se podía acceder por tres entradas). Su objetivo era sencillo: contar
con el factor sorpresa, atacar de improviso y hacerse con el emperador. Eso
garantizaría la dispersión del ejército enemigo y les permitiría cobrar una
importante suma a cambio de la vida del líder. Y el oro.
Para empezar, Pizarro dividió a sus jinetes en tres
grupos. Cada uno de ellos de unos veinte hombres al mando respectivamente de
Hernando de Soto, Hernando Pizarro y Sebastián de Benalcázar. Estas unidades
(escondidas en los soportales de los edificios que rodeaban la plaza) serían
las encargadas de servir como fuerza de choque principal y tratar de contener
al enemigo. Algo nada descabellado si consideramos el miedo que todavía
causaban los caballos entre la población.
«De las conquistas en todo el Nuevo Mundo tuvieron los
indios que el caballo y el caballero eran toda una pieza, como los centauros de
la época. […] Comúnmente los indios tienen grandísimo miedo a los caballos; en
viéndolos correr, se desatinan de tal manera que, por ancha que sea la calle,
no saben arrimarse a una de las paredes y dejarle pasar», se explica en
«Comentarios reales de los Incas» (de Garcilaso de la Vega).
Pizarro, por su parte, se ubicó en un edificio junto a
una veintena (entre 20 y 24) de soldados. Una especie de guardia personal cuyo
objetivo sería capturar a Atahualpa en el caso de que hubiera posibilidades. A
su vez, otro nutrido grupo de infantería (aproximadamente otros 20) tendría que
cortar la retirada del emperador cerrando las tres entradas que daban acceso a
la plaza.
«En otro edificio de la plaza, Pizarro dispuso al
artillero griego Pedro de Candía con sus cuatro cañones y ocho o nueve
arcabuces, además del resto de la infantería. Dado que la mayoría de los
españoles estarían escondidos dentro de los edificios, siendo prácticamente
imposible para ellos ver lo que ocurría en la plaza, el fuego de artillería
sería la señal preestablecida para atacar», añade el hispanista en su obra.
Al igual que sucedía con los jinetes, la pólvora solía
causar terror en los indios. Y eso a pesar de que, los arcos eran mucho más
efectivos que los arcabuces.
Como explica José María González-Ochoa en su obra
«Breve historia de los conquistadores españoles», Pizarro dio órdenes a todos
sus hombres de quedarse quietos en espera de la señal de ataque (un disparo y
el grito de «Santiago y cierra España»). Los únicos que deberían acudir al
encuentro de Atahualpa serían Vicente de Valverde (fraile dominico de treinta y
tantos años) y su intérprete Felipillo.
Oficialmente, el religioso tendría que tratar de
convencer al inca de que se convirtiera al cristianismo (algo que,
objetivamente, nadie consideraba viable).
La llegada a la
plaza
El día 16, mientras los españoles esperaban con una
mezcla de ansiedad y nerviosismo, Atahualpa hizo su llegada a Cajamarca
acompañado (atendiendo a las diferentes fuentes) por entre 8.000 y 40.000
hombres. Cuando el sol se encontraba en lo más alto del cielo, el emperador
ordenó partir hacia la plaza en busca de Pizarro.
Y lo hizo sabiendo que su hermano Huáscar había caído
presa de sus ejércitos. El día no podía empezar mejor. Ya solo le quedaba
aniquilar a aquellos molestos invasores para poder reinar sin mayores
dificultades en su extenso territorio.
Según explica en sus crónicas Pedro Pizarro (primo de
Francisco), Atahualpa iba subido en una rica litera (la cual contaba con
almohadas de pluma de papagayo) y rodeado por cientos de combatientes que formaban
en falanges:
«Dos mil indios iban
delante de él, barriendo el camino [empedrado] por el que viajaba. […] Llevaban
tal cantidad de servicio de mesa de oro y plata que era maravilloso verlo
brillar bajo el sol […] Delante de Atahualpa iban muchos indios cantando y
bailando».
En principio, la comitiva se detuvo en las afueras de
la ciudad. Una mala noticia para los españoles, que habían preparado su trampa
en el interior de la plaza. Por suerte, Pizarro solventó esta dificultad
enviando a uno de sus hombres (Pedro de Aldana) hasta el campamento de
Atahualpa. Este, a pesar de no tener ni idea de cómo debía comunicarse con
aquellos indios, logró hacerles entender por señas que su jefe les esperaba
para «parlamentar» dentro de la plaza. Picaron el anzuelo y, al poco, unos 600
indios accedieron a la construcción por lo reducido de las dimensiones de la
plaza.
«Ochenta señores llevaban [al señor inca] sobre sus
hombros, y todos llevaban uniformes muy ricos de color azul. El propio Atabilpa
iba vestido muy ricamente, con su corona en la cabeza y un collar de grandes
esmeraldas alrededor del cuello. Iba sentado sobre un pequeño asiento que tenía
un suntuoso cojín», señalaba Miguel de Estete, otro de los combatientes que
acompañó a los Pizarro en la expedición.
Mientras Atahualpa entraba en la plaza, algunos
españoles se orinaron encima por el miedo. Y es que, aunque eran valientes y
sabían que debían combatir, no estaban locos.
El fraile
enfadado
Cuando Atahualpa llegó a la plaza, no había ningún
enemigo a la vista. Tan solo pudo observar cuatro extraños cilindros de bronce
(los cañones) que se hallaban en un extremo. La plaza parecía estar virgen de
españoles. Y así fue hasta que, de un edificio cercano, salieron dos figuras.
Una de ellas vestida con una túnica (el padre Valverde) y el intérprete,
Felipillo. El primero llevaba en su mano un crucifijo y un libro de oraciones
(objeto que jamás habían visto los indios).
Tras acercarse al emperador, Valverde se dispuso a
leerle el manifiesto que -por norma- tenía que proclamarse en todos y cada uno
de los lugares se planeaban conquistar. Aquel documento era el llamado
«Requerimiento». Y en él se afirmaba (básicamente) que, o se rendían y daban
todas sus posesiones al rey Carlos V de España, o se podían preparar para ser
aniquilados.
Captura de
Atahualpa
Esto era lo que se prometía hacer en el manifiesto si
los incas no se rendían:
«Os certifico que, con la
ayuda de Dios, entraremos poderosamente contra vosotros, y os haremos guerra
por todas partes y maneras que pudiéramos, y os sujetaremos al yugo y
obediencia de la Iglesia y Su Majestad, y tomaremos vuestras personas y de
vuestras mujeres e hijos y los haremos esclavos, y como tales los venderemos y
dispondremos de ellos como Sus Majestades mandaren, y os daños que pudiéramos.
¡E insisto que las muertes y los daños que de ello siguiesen serán vuestra
culpa!».
A continuación, se sucedió una conversación entre
ambos que provocó el aumento de tensión:
Atahualpa - «Estoy bien instruido en lo que habéis
hecho en el camino y de cómo habéis tratado a mis caciques y robado las casas».
Valverde - «Los cristianos no han hecho eso. Sino que habiéndose
algunos indios llevado sus efectos sin que el gobernador lo supiese, éste los
ha despedido».
Atahualpa - «Pues bien. No me moveré de aquí hasta que
todo me sea devuelto».
Después de que Felipillo tradujera aquellas
desafortunadas palabras (suponemos que no demasiado bien, pues Atahualpa no
terminó de enfadarse), el fraile acercó al rostro de su sagrada majestad un
libro de oraciones. Desconocemos también para qué, pues aquel personaje jamás
había visto uno y desconocía hasta cómo se abría. En todo caso, al líder inca
no debió gustarle que invadieran su espacio personal, pues le dio un sopapo al
sacerdote.
Se desata el caos
No había ya posibilidad de parlamento, así que Pizarro
se limitó a dar la orden de ataque. A los pocos segundos, Pedro de Candía
detonó sus cañones y, a base de bala y metralla (y entre un tremendo estruendo)
empezó a aniquilar incas. Sus arcabuceros hicieron otro tanto y, apoyados en
trípodes, comenzaron a llenar la plaza de humo con sus continuos disparos. El
tronar fue brutal y, como cabía esperar, también lo fue el desconcierto de los
enemigos.
Acto seguido, los jinetes espolearon a sus caballos
para lanzarse contra la muchedumbre mientras, por su parte, los hombres de
retaguardia cerraban las tres entradas a la plaza. Los incas habían quedado
atrapados en una ratonera.
«Los españoles empezaron a
acuchillar, empalar, rajar, soltar hachazos y hasta a decapitar a cuantos
indígenas tenían al alcance, utilizando sus afiladísimos puñales, lanzas y
espadas».
La vista de los jinetes (enfundados en una coraza y
acompañados de sus espadas) causó auténtico pavor entre los incas. De hecho, el
terror cundió de tal manera que las primeras líneas de las formaciones se
dieron la vuelta y -con gran empuje- iniciaron una retirada desesperada a
cualquier precio. La avalancha fue tan grande que, en su intento desesperado
por escapar, los hombres de Atahualpa aplastaron a los compañeros que estaban
ubicados tras ellos. Decenas murieron asfixiados o bajo los pies de sus amigos
mientras los españoles seguían avanzando hacia el emperador a base de espada.
Pizarro, al
ataque
Pizarro tampoco se quedó atrás. Como bien explica el
cronista Francisco de Jerez, se lanzó a la carga con sus hombres:
«El gobernador se armó [...] y con los españoles que
con él estaban entró por medio de los indios; y con mucho ánimo, con los cuatro
hombres que le pudieron seguir, llegó hasta la litera donde Atabilpa estaba, y
sin temor le echó mano del brazo izquierdo, diciendo: “Santiago” [pero] no le
podía sacar de las andas [la litera]».
Bajo la litera, el líder español acabó con todos los
curacas y señores que estaban dispuesto a seguir sujetando la silla de su
emperador aun a costas de sus vidas.
Su furia llegó a ser tal que cercenó varias cabezas de
nativos. Sin embargo, siempre había otro que ocupaba el lugar del primero para
evitar que Atahualpa fuese capturado.
«Continuaron de esta guisa
mucho tiempo, luchando y matando indios hasta que, casi exhausto, un español
intentó apuñalar a Atahualpa con su cuchillo. Pero Francisco Pizarro paró el
golpe y al hacerlo el español que quería matar a Atahualpa hirió al gobernador
en la mano», explica
Pedro Pizarro en sus crónicas.
Parecía que no había forma de capturar vivo a
Atahualpa. Sin embargo, la situación cambió drásticamente cuando siete jinetes
-decididos como estaban a terminar de una vez con aquella batalla- se lanzaron
en tropel contra la litera para ayudar a Pizarro. Tras acabar con los que se
atrevieron a interponerse en su camino, lograron ubicarse cerca de la silla del
líder inca y arremeter contra ella. La fuerza fue tanta que lograron finalmente
volcarla.
Así fue como acabó todo ya que, aprovechando que el
rey estaba en el suelo, los conquistadores españoles se lo llevaron hasta unos
aposentos cercanos, donde lo encerraron.
Posteriormente, los jinetes iniciaron la persecución
del ejército contrario. Dirigieron sus espadas especialmente contra aquellos que
tenían ricos uniformes, por considerarlos los de mejor posición.
«Los españoles los persiguieron por todas partes. […]
No murió ningún español», explica Henri Lebrún en su obra «Historia de la
conquista de Perú y de Pizarro». Por el bando de Atahualpa las cifras son
varias, pero se cree que unas 4.000 personas perdieron la vida.
Hacia la muerte
Después de la toma de Cajamarca y la victoria contra
los incas, Pizarro mantuvo preso a Atahualpa, aunque simulando que era su
huésped. En un intento de escapar, el emperador prometió al extremeño pagar su
libertad. Según las crónicas, prometió llenar
«de oro una sala que tiene
veinte y dos pies en largo y diez y siete en ancho, llena hasta una raya blanca
que está a la mitad del alto de la sala, que será lo que dijo de altura de
estado y medio, y dijo que hasta allí henchiría la sala de diversas piezas de
oro, cántaros, ollas y tejuelas, y otras piezas, y que de plata daría todo
aquel bohío dos veces lleno, y que esto cumpliría dentro de dos meses».
Pizarro aceptó, pero cuando vio cumplidos sus deseos
de oro se negó a liberar a Atahualpa. Con todo, envió a 60 de sus hombres junto
a su hermano Fernando para relatarle al monarca español lo sucedido y
entregarle su parte de las riquezas. Un número inconmensurable, en palabras de
los expertos. Posteriormente hizo un juicio al inca en el que él y otros oficiales
ejercieron como jueces. En principio, se le condenó a ser quemado vivo, pero
antes de fallecer abrazó la religión cristiana. Al final, tras ser bautizado se
le conmutó la pena y terminó siendo ahorcado.
Fuente:
Manuel P. Villatoro – Abc historia
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