EL VENDEDOR DE MENTAS

EL VENDEDOR DE MENTAS

¡Niños, niños…la rica menta la rica menta!

Apenas escuchábamos ese pregón, todos los alumnos de primaria nos agolpábamos a la reja de la escuela hasta verle aparecer al octogenario vendedor de caramelos de menta artesanales. Con pasos cansinos y vacilantes marcados por esos enormes zapatones de charol deslustrados por el tiempo, se aproximaba a nosotros mientras pugnábamos para ser los primeros en ser despachados sacando nuestras manos anhelantes por entre los cocos del alambrado.

¡Niños, niños…la rica menta, la rica menta!

El abuelo de estatura elevada, de complexión fornida y abundante cabellera nívea, se recostaba resoplando en la pared sobre uno de sus hombros mientras procuraba recuperar el aliento, se enjugaba el sudor de su frente con un pañuelo blanco de dril que extraía de su gastado saco gris; acondicionaba su sombrero de jipijapa de ala amplia y se lo encasquetaba hasta hacerlo casi tocar el borde de sus cejas blancas que servían de arcos a un par de ojos opacos, de los cuales manaban unos regueritos de lágrimas persistentes que se desbordaban por los costados externos de sus párpados y que él procuraba limpiarlos disimuladamente con las mangas deshilachadas de su camisa; posteriormente se acomodaba los tirantes que cruzaban su pecho amplio de atleta retirado y se aseguraba que estuvieran sosteniendo bien a sus pantalones color caqui llenos de zurcidos en las rodillas y los costados de sus muslos.

¡Niños, niños...la rica menta, la rica menta!

Con toda la velocidad que le permitían sus anquilosadas articulaciones, abría el bolso de junco que llevaba terciado y que contenía las anheladas golosinas que había preparado desde las 4 de la madrugada.

¡Niños, niños…la rica menta, la rica menta!

Repartía las golosinas y recibía el dinero que guardaba despreocupadamente en uno de sus raídos bolsillos del saco…ni siquiera se molestaba a revisar si lo que le pagaban era la suma correcta o de si alguien en realidad le había pagado el importe, sólo metía la mano dentro de su morral y sacaba por puñados los caramelos que distribuía con profusión a todo aquel que lo requiriera…

¡Niños, niños…la rica menta, la rica menta!

Conforme iba terminando su mercancía, la agitación iba apoderándose de su ser, al extremo de apenas ser audible su austera y monótona proclama de mercader…y siempre con una sonrisa que se traslucía en su mirada glauca, se despedía hasta el día siguiente en que volvería anunciando a sus caramelitos de menta, con su paso cansino, sombrero de chalán, tirantes de cuero y sus enormes zapatones de suela de llanta de camión…


El ¡Niños, niños…la rica menta, la rica menta! no se volvió a escuchar más…la costumbre de verle a la hora de nuestro recreo nos hizo extrañarle a niveles incomprensibles para los que no sabíamos aun de la pérdida de seres queridos o de simplemente conocidos…ahora sé que el señor de las mentas nunca las hizo para ganarse el sustento: Lo que buscó y quiso fue algo más valioso que ahora entiendo y procuro atesorar cada día, y esas son la Amistad y Compañía…  

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